viernes, junio 16, 2006

El lápiz labial

A cada curva que toma el autobús el lápiz labial rueda de un lado al otro del pasillo. Ya estaba ahí cuando abordé. Se ve que es de los baratos: base de plástico blanco, cubierta plástica transparente y la barra de color indefinido, entre dorado, cobre y rosado. No imagino a nadie con ese color de labios, a menos que quiera disfrazarse de androide para una comparsa futurista. Una curva pronunciada a la izquierda con ligera pendiente hacia arriba y el lápiz labial rueda en diagonal por el pasillo hasta detenerse en el zapato del pasajero delante de mí, que lo mira, le clava la vista por un par de segundos mientras se imagina quién sabe qué historia en la que unos labios pintados son protagonistas o causa de protagonismo. Un ligero movimiento de su pie para apartarlo, como si con ello quisiera borrar de su memoria el desenlace de su historia, o evitar contaminarla con la energía de la propietaria extraviada de ese lápiz de labios de pacotilla, que vaya usted a saber quién es y a lo mejor es una cualquiera y ni un cabello de parecida a la de labios pintados de mi memoria.

El sonido del objeto rodando sobre el piso metálico estriado atrae la mirada de una pasajera ubicada al otro lado del pasillo, una fila adelante: una mujer de piel morena oscura, cabello rizado peinado en delgadas trencitas y recogido en cola; las chancletas de plástico rojo desteñido, que dejan ver las desteñidas plantas de sus pies, son signo de su condición humilde, característica inseparable de la pobreza económica. La mujer ve el lápiz labial en el piso, entrecierra los ojos para enfocar su visión, afectada por la edad, y cuando reconoce el objeto se frota uno contra otro los labios como para recordar que no usa pintura labial porque lo que gana en cada jornada de trabajo, cuando consigue, no le da sino para pintárselos el sábado en la tarde, cuando el sueño de encontrar un hombre que la acompañe aunque sea una noche le despierta algo de brillo en los ojos, un sutil vaivén sensual en las caderas y las ganas de maquillarse. La mujer controla el impulso de agarrar el lápiz labial y mira a su alrededor como buscando a la dueña, pero sólo consigue miradas de hombres y de una mujer pretenciosa que le voltea los ojos como para dejar claro que no usa tales baratijas, qué te has creído tú mijita. Nuevamente dirige su mirada al lápiz labial, pero parece pensarlo bien y se abstiene, tal vez porque cree que no es conveniente utilizar el de una desconocida o, como están la cosas en este mundo, de un desconocido y nuevamente pasea la mirada por los hombres que la rodean para ver si alguno es lo que no parece y siento que se detiene más de la cuenta en mí, pero es sólo idea mía porque justo anteayer me corté el cabello y lo tengo inconfundiblemente masculino.

El autobús llega a un embotellamiento de vehículos que en triple fila intentan tomar el único canal que conduce a la autopista, mientras los conductores se miran unos a otros a ver quién es más macho como para atreverse a pasar antes que yo y ahí viene el autobusero ese de abusador a querer tirarle el autobús a uno porque sabe que nadie ni que fuera loco como para arriesgarse a un rayón. Es una bajada de ligera pendiente y en cada frenada del autobús el lápiz labial avanza unos centímetros y se detiene por las estrías del piso metálico. El chofer oprime y suelta el freno al ritmo de la salsosa música de sus cidís piratas, mientras sonríe al observar por el espejo retrovisor cómo todos los pasajeros se mecen a su ritmo. Una muchacha alta, de gruesos muslos, vestida de jeans y chaqueta corta de la misma tela, sentada dos puestos delante de mí, voltea y se queda viendo al lápiz labial que se bambolea en el piso. Arruga el ceño extrañada por el color de la barra, se endereza y se queda con la vista en un horizonte lejano, mientras en su mente se suceden las imágenes de su propia historia, donde el rojo de sus labios pintados desencadenó los hechos que la llevaron a estar sentada hoy, a esta hora, en este autobús, en ese asiento, con esa ropa. Su celular suena y le saca de su recuerdo al momento en que el chofer del autobús acelera repentinamente para evitar que otro automóvil le quite el paso porque ya se dieron cuenta de que no soy de los que lanza el autobús sin temor a rayar un carro porque yo tengo mi carrito y sé cómo se siente uno.

La autopista está abarrotada. El lápiz labial se ha detenido en el centro del pasillo, obstaculizado su viaje por una pletina que cubre la unión entre dos planchas de acero estriado del piso. Volteo hacia la parte trasera del autobús y descubro a una mujer de unos treinta y cinco años, ligeramente entrada en carnes, cabello teñido de rubio, sentada en el asiento central de la última fila, con su mirada fija en el lápiz de labios. No percibe que me le quedo mirando como para adivinar su historia. Sus labios están pintados de color oscuro, vino tinto casi marrón, por lo que pienso que tal vez ella sí sea capaz de pintarse con aquel color dorado-cobre-rosado. El autobús se detiene en la parada de Santa Fe y entra un hombre y dos mujeres. Él avanza hacia el fondo sin percatarse del lápiz labial en el piso y por escasos milímetros no lo pisa. La mujer que entra detrás de él, morena, muy delgada, de unos cincuenta años, se sienta en la segunda fila. La tercera mujer viene a sentarse al lado de la chica del celular, que ahora lee el periódico de ayer y que, molesta por no tener espacio para desplegarlo, lo dobla, lo coloca sobre sus piernas resignada porque su retraso informativo se prolonga y mira por la ventana como buscando en su agenda diaria mental el momento en que podrá retomar la lectura interrumpida. La mujer que acaba de sentarse a su lado estira su pierna derecha para arreglar su pantalón porque si no se me va arrugar mucho y después voy a parecer una loca y no va a querer salir conmigo; su movimiento le hace golpear el lápiz labial, que con el impulso logra superar la pletina e inicia un viaje descendiente que lo lleva hasta el pie izquierdo de la morena delgada cincuentona de cabello cobrizo metálico pintado. La mujer voltea hacia el piso y sin pensarlo dos veces se inclina, agarra el lápiz labial, lo mete en su cartera y se hace la loca no vaya a ser que alguna venga a querer quitármelo porque dizque es de ella y no es así porque Dios me lo mandó para que me pusiera bonita para la entrevista de trabajo. Imagino su cara de satisfacción al encontrar un color que combina con su cabello. En la siguiente parada se baja y antes de que el autobús arranque logro verla pintándose sus labios delgados. El color resalta en su cara. Sonríe ante el espejito en su mano izquierda y su cuerpo se endereza como si el nuevo color de sus labios le abriera un mundo de oportunidades. Guarda el lápiz labial y el espejo en su cartera e inicia su camino con altivez de mujer treintañera.

En el autobús aún varias miradas siguen clavadas en el último sitio en que estuvo el lápiz labial. Cada una refleja una historia, un recuerdo o una esperanza. En mi mente unos labios rojos dan paso a unos ojos muy pintados, con líneas gruesas negras que esconden ojeras y líneas de expresión de una mujer española mayor que yo. El recuerdo me trae una sonrisa. El autobús se detiene. Entra una mujer que busca en su cartera las monedas para pagar y al hacerlo deja caer una metra de vidrio transparente y vetas internas de colores; la mujer hace un gesto de fastidio y de no importarle perderla. La metra rueda hacia la parte de atrás e inicia un zigzag por el pasillo…

Simón Saturno
Junio 16, 2006