miércoles, febrero 04, 2015

Priscilo, el primer chivo expiatorio

Priscilo, el primer chivo expiatorio

La manía de inventar nombres para los hijos es vieja. Antes, en los tiempos de mis abuelos, la gente que quería inventar uno masculinizaba uno femenino o viceversa. A Priscilo le decíamos “Viejita” –aunque era de la edad de mi hermano mayor, apenas veinte meses mayor que yo– pero nunca supe por qué, hasta ahora que descubro que Priscilo es el masculino de Priscila, diminutivo de Prisca, que en latín significa “antigua”. En latín también existía Priscus (antiguo), y me imagino que “antigüito” es “priscilo”, pero el nombre más conocido es el de Priscila, esposa de Aquila, ambos colaboradores del Apóstol Pablo en su labor evangelizadora en los inicios de la cristiandad.
Priscilo no era nada evangelizador; todo lo contrario, a decir de mi tía Catalina. Yo estaba llegando a mi adolescencia en los días en que lo conocí, más amigo de mi hermano que mío, pero coincidíamos en los juegos en la casona de mis abuelos paternos en Guama, porque él vivía casi enfrente, cruzando la calle. Priscilo –hijo de Petra, asistente doméstica de la tía Catalina– era de contextura fuerte, algo bajo para su edad, y muy creativo cuando de fregar la paciencia a la tía se trataba. Su cabello oscuro y ondulado siempre brillaba, como si lo tuviera lubricado, y jamás perdía su peinado, por más que se guindara cabeza abajo de una rama del guayabo del jardín central de la casa, al tiempo que se quedaba inmóvil y gritaba “¡Capítulo!”, con voz de narrador de radionovelas.
La tía Catalina, delgadita, de cabello canoso varonilmente corto –“para parecerse a Pedro”, mi padre, decía ella– algo encorvada y de caminar ruidoso y rítmico por arrastrar los pies, era un ser particular. Los domingos se arreglaba como para salir e ir a la iglesia, pero se quedaba en casa, con sus brazos llenos de pulseras de colores, su cabello engominado y su vestido recién planchado, caminando de un lado al otro de la casa, a veces murmurando ininteligiblemente, a la espera de que apareciera mi padre para quedarse muda. Se encerraba en su cuarto con su manada de gatos, sus torres de polvorientos periódicos que dejaban apenas estrechos pasillos para recorrer el cuarto, y su colección de objetos encontrados a lo largo de toda su vida. La casa se contagiaba del silencio del pueblo, excepto por el casi imperceptible sonido de la radio, y al mediodía el calor parecía detener todo movimiento. "Casa Venezia" decía el letrero para identificar la tienda, pintado en la pared exterior de la segunda planta de la casa, única de dos plantas en el pueblo. El ala de la tienda del abuelo, que hacía esquina, permanecía cerrada y abandonada desde que él murió. La planta superior, a la que se accedía por una empinada y polvorienta escalera de madera que chirriaba al pisar cada escalón, también había sido desocupada desde aquel tiempo y sólo era visitada por mí, tal vez mi hermano y Priscilo, y ocasionalmente por algún otro niño curioso visitante de la familia. Me gustaba subir en las mañanas para ver el espectáculo de los rayos solares que atravesaban las celosías, formaban bandas blancas en el piso ennegrecido, e iluminaban las partículas de polvo en el aire –“movidos por soplos que parecen invisibles”, según dijo Tito Lucrecio Caro, sesenta años antes de Cristo– y hacer volutas al pasar la mano lentamente por los chorros de luz. Desde entonces recuerdo el aroma de encierro y abandono de esa sala, cada vez que saco de su envoltorio plástico alguno de los trajes formales que guardo en el closet de mi casa y que me rehúso a botar por si se ponen de moda de nuevo.
La radio era de la tía Catalina. Estaba instalada en el pasillo anterior del jardín central de la casa. Ella la encendía temprano en la mañana y en la tarde, al salir de su cuarto, y la apagaba antes de irse a hacer siesta o a dormir en la noche. Había sido colocada sobre una mesita plegable recostada de una columna. Bajo cada una de las patas delanteras de la mesa había una pila de cajas de cartón vacías y aplastadas de detergente para ropa, de tal manera que la mesa se inclinaba hacia la columna y la radio reposaba contra ella. Las  pilas de cajas iban creciendo poco a poco, cada vez que Catalina colocaba una, luego de acabar con su contenido, cosa que no ocurría frecuentemente porque Petra lavaba en su casa la ropa de Catalina, y ésta utilizaba el detergente sólo para lavar la alfombra que tenía en su cuarto para que los gatos afilaran sus uñas. Al momento de la anécdota que intento contar desde hace rato, cada pila tendría alrededor de una docena de cajas, por lo que la mesa se inclinaba peligrosamente y no podría aceptar una caja más sin arriesgar seriamente su caída con todo y radio.
Aquel día había sido especialmente agitado. La casa se llenó desde temprano con nuestros gritos de juegos de escondido, la Eres,  peleas de espada y moneadas del guayabo. Nos habían dejado solos con la tía Catalina, y Petra estaba en su casa, tal vez lavando ropa. Eran cerca de las tres de la tarde y estábamos tirados en el piso descansando del último juego y dándole vueltas a la cabeza para decidir el próximo. La tía Catalina dormía la siesta. Priscilo se levantó, hizo señas de que le siguiéramos en silencio hasta la mesa de la radio, y nos propuso sacar una caja de detergente de cada una de las pilas de la mesa. Así lo hicimos, arreglamos las pilas para no dejar señas de nuestra travesura, y mi hermano tomó las dos cajas y fue al fondo de la casa a lanzarlas al patio posterior. Luego de reírnos muy discretamente de la diablura, decidimos jugar metras en las veredas del jardín. En eso estábamos, olvidado ya el asunto de las cajas de detergente, cuando escuchamos los rítmicos pasos de la tía Catalina, que salía de su cuarto luego de su siesta y se encaminaba hacia su radio para encenderla. Era el turno de Priscilo, que se preparaba para hacer gala de su certera puntería con su metra de vetas blanca, roja y azul, para alejarme del último hoyo del recorrido del juego, y aguardábamos en tenso silencio el resultado de su disparo. Entonces escuchamos el desesperado grito de Catalina: “¡Me quitaron mis cajas!”. Acto seguido dio la vuelta, se dirigió al zaguán y se asomó a la calle para emitir un segundo grito que agrietó el silencio de la calle principal del pueblo como si un rayo la hubiera alcanzado: “¡Peeeetra, mira-aquí-a Priscilo!”.
Mi hermano corrió al patio trasero, recogió las dos cajas de detergente, y antes de que Catalina regresara de su llamado a Petra, las tiró bajo la mesa de la radio. Nos hizo señas a Priscilo y a mí de seguirlo, corrimos al patio y saltamos el muro posterior, lo que me hizo descubrir ese día mis extraordinarias habilidades para el salto alto. Dimos rápidamente la vuelta a la casa hasta la esquina de la calle principal, nos asomamos y vimos a Petra que salía con paso apresurado de su casa hacia la de Catalina. Entonces caminamos como inocentes criaturas hacia la casa, para hacer creer que veníamos de alguna correría. Petra nos vio y nos esperó en la puerta. Recuerdo esa ocasión como la primera vez que veía a Petra. Era una mujer de piel tostada, de nariz gruesa idéntica a la de Priscilo, cabello negro recogido en un moño, ligeramente pasada de peso, de estatura mediana, de contextura común y corriente. Su mirada, de ojos negros en los que no se distinguían las pupilas, se clavó en los míos por una fracción de segundo, tiempo suficiente para grabarla en mi mente y hacerle replay en un par de pesadillas las noches siguientes. Extendió la mano cuando Priscilo estuvo cerca de ella, le agarró una oreja y lo arrastró a su casa, no sin antes hacernos un gesto con la cabeza que indicaba sin posibilidad de tergiversación que entráramos en la nuestra.
Al entrar Catalina ya había vuelto a poner las cajas en su lugar en cada pila y la radio apenas dejaba oír al narrador de las carreras de caballo. La tía escuchaba con interés y observaba la radio mientras esbozaba una sonrisa con expresión de seguridad, por la certeza de que la radio, inclinada como estaba, no permitiría que se saliera ninguno de los ejemplares competidores.


Imagen tomada de http://cohetesyconsistencia.blogspot.com 04/02/2015 8:00 pm

domingo, febrero 01, 2015

Mutación Insolente: Un ejercicio de plagio literario

Mutación Insolente
Un ejercicio de plagio literario

Jaime Sabines: Los Amorosos

1.      El Original

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

2.      Plagio 1: De amorosos a apasionados

Los apasionados callan.
El amor es el silencio más fino,

el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscan,
los apasionados son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los apasionados andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los apasionados
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los apasionados son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los apasionados son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los apasionados se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

3.      Plagio 2: De amorosos a apasionados y del amor a la pasión

Los apasionados callan.
La pasión es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscan,
los apasionados son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los apasionados andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan a la pasión.
Les preocupa la pasión. Los apasionados
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
La pasión es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los apasionados son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los apasionados son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en la pasión como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego de la pasión.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los apasionados se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

4.      Plagio 3: De amorosos a apasionados, del amor a la pasión y al pasado imperfecto

Los apasionados callaban.
La pasión era el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscaban,
los apasionados eran los que abandonaban,
eran los que cambiaban, los que olvidaban.
Su corazón les decía que nunca habrían de encontrar,
no encontraban, buscaban.

Los apasionados andaban como locos
porque estaban solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvaban a la pasión.
Les preocupaba la pasión. Los apasionados
vivían al día, no podían hacer más, no sabían.
Siempre se estaban yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperaban,
no esperaban nada, pero esperaban.
Sabían que nunca habrían de encontrar.
La pasión era la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados eran los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— habrían de estar solos.

Los apasionados eran la hidra del cuento.
Tenían serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchaban
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no podían dormir
porque si se dormían se los comían los gusanos.

En la obscuridad abrían los ojos
y les caía en ellos el espanto.

Encontraban alacranes bajo la sábana
y su cama flotaba como sobre un lago.

Los apasionados eran locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salían de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se reían de las gentes que lo sabían todo,
de las que amaban a perpetuidad, verídicamente,
de las que creían en la pasión como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados jugaban a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Jugaban el largo, el triste juego de la pasión.
Nadie habría de resignarse.
Dicen que nadie habría de resignarse.
Los apasionados se avergonzaban de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermentaba detrás de los ojos,
y ellos caminaban, lloraban hasta la madrugada
entre trenes y gallos se despedían dolorosamente.

Les llegaba a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que dormían con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se ponían a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se iban llorando, llorando
la hermosa vida.

5.      Plagio 4: De amorosos a apasionados, del amor a la pasión y al simple pasado


Los apasionados callaron.
La pasión fue el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscaron,
los apasionados fueron los que abandonaron,
fueron los que cambiaron, los que olvidaron.
Su corazón les dijo que nunca habrían de encontrar,
no encontraron, buscaron.

Los apasionados anduvieron como locos
porque estuvieron solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvaron a la pasión.
Les preocupó la pasión. Los apasionados
vivieron al día, no pudieron hacer más, no supieron.
Siempre se estuvieron yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperaron,
no esperaron nada, pero esperaron.
Supieron que nunca habrían de encontrar.
La pasión fue la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados fueron los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— habrían de estar solos.

Los apasionados fueron la hidra del cuento.
Tuvieron serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hincharon
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no pudieron dormir
porque si se dormían se los comían los gusanos.

En la obscuridad abrieron los ojos
y les cayó en ellos el espanto.

Encontraron alacranes bajo la sábana
y su cama flotó como sobre un lago.

Los apasionados fueron locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salieron de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se rieron de las gentes que lo sabían todo,
de las que amaron a perpetuidad, verídicamente,
de las que creyeron en la pasión como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados jugaron a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Jugaron el largo, el triste juego de la pasión.
Nadie habría de resignarse.
Dijeron que nadie habría de resignarse.
Los apasionados se avergonzaron de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermentó detrás de los ojos,
y ellos caminaron, lloraron hasta la madrugada
entre trenes y gallos se despidieron dolorosamente.

Les llegó a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que durmieron con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se pusieron a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se fueron llorando, llorando
la hermosa vida.