Ésta podría
ser una calle de cualquier pueblo de Venezuela, no muy alejada de una populosa
ciudad: de tierra, rodeada de viviendas humildes y terrenos con siembras
precarias. Al recorrerla y encontrarte con su gente puedes escuchar el cuento
de una antigua promesa incumplida de asfaltado y de una ruta de transporte
público. Una hilera de postes y un único cable transportan energía eléctrica que
a veces no es suficiente para encender los bombillos ahorradores. En el frente
de cada casa, uno o dos tanques de agua de 600 litros cada uno, muestran sus
bocas abiertas, sedientas a la espera del camión cisterna que de tanto en tanto
manda la Alcaldía, o el que en estos tiempos electorales envía una recién
creada Misión.
Desde
este punto al Centro Comercial Las Trinitarias de Barquisimeto hay apenas 7
kilómetros. Afortunadamente llega la señal de TV, lo que permitirá –llegado el
caso de que se presentara un policía a recorrer la calle –saber que es un “agente
del orden” y no un invasor extraterrestre. Al final de la calle, la casa de
frente azul guarda los arcos y la pelota de jugar futbolito. La cancha es la
misma calle. Los juegos se realizan por lo general en las tardes. Los jugadores
no tienen uniformes, así que hay que recordar bien quién quedó en cada equipo
luego del sorteo previo: tres jugadores por cada lado. La pelota está despellejada
de tanto rodar en la cancha de tierra seca. Ocasionalmente el partido es
interrumpido por un mototaxi, única forma de transporte público que pasa desde
que los taxis dejaron de venir para no dañar sus cauchos y amortiguadores en la
accidentada bajada que precede a esta calle. También ocasionalmente el partido
se detiene unos segundos para dejar pasar a un transeúnte apurado que no tiene tiempo
de esperar un tiro al arco, única acción que según las reglas propias lo
detiene, porque se marca un gol o porque la bola sale de los extremos
longitudinales del campo.
Los
jugadores son adolescentes. El primer día en que atravesé la cancha durante un
juego, lo hice luego de respirar profundo. Sabía, porque me advirtieron días
antes, que uno de esos muchachos había matado a otro por una deuda impagada. Me
fui por la orilla enmontada creyendo que no era parte del campo de juego, pero
poco antes de llegar al arco más lejano, justo en frente de la casa azul,
cuatro jugadores me rodearon en su persecución de la pelota, que llegó a mis
pies. Por reflejo la pateé hacia uno de los jugadores, que la recibió, volteó y
metió gol. Me alejé sin voltear mientras discutían la validez del gol,
producido con mi ayuda.