viernes, agosto 04, 2006

Regalo de cumpleaños para el yerno

Ya se lo compré, pensando en su situación, y cuando se lo entregue no me quedará otra que decirle, yerno, estás jodido, pana. ¡Qué bellos aquellos tiempos en que los hombres éramos felices y no lo sabíamos! Pero claro, como tú decidiste nacer en las postrimerías del siglo XX, ni te enteraste de cómo eran las cosas antes. Te cuento un poco, muy resumidamente, para que vayas a disfrutar de tu regalo. En aquellos tiempos del tercer cuarto del siglo, los roles de la mujer y el hombre estaban todavía claramente diferenciados. Cada uno sentía los pies bien puestos en la tierra cuando hacía lo que se suponía que tenía que hacer. El hombre, cazador y suplidor, salía temprano de la casa a buscar el pan de cada día, y mediante una adecuada dosificación de la fuerza física, indicaba a su mujer y a sus hijos -su y sus porque en aquellos tiempos no se atentaba contra la propiedad privada familiar, pues cuando había dudas la cosa podía terminar en justificado baño de sangre- la dirección correcta hacia la cual encaminar sus vidas, para vivirlas sin la angustia de la incertidumbre, a la que aún no se le conocía como “stress” y mucho menos “estrés”.

La mujer, en su casa, pensando y haciendo mil cosas a la vez, para que cuando el conductor de su vida llegara, creyera que aquello siempre era un remanso de paz, alegría, pulcritud, inocencia, moral y luces y comida caliente, en el que él de vez en cuando, para que la mujer no se embruteciera por falta de conocimiento sobre el mundo externo, relataba de manera general lo que había hecho en el día, mientras ella se hacía la gafa con expresión de admiración, como si no se hubiera enterado ya por los caminos verdes o por su olfato e intuición, de todo lo que había hecho el tipo. La televisión, a través de las novelas, informaba a las mujeres de lo que eran capaces sus maridos, según los guiones inventados por quién sabe qué escritor frustrado o mal asesorado en cuanto a lo que era la información veraz y oportuna; y los teléfonos les permitían encompincharse con las secretarias de sus maridos no sólo para seguirles la pista de todos sus movimientos, sino para conocer de sus negocios, sus verdaderos ingresos y sus triunfos y fracasos, de manera de saber si condimentar la comida con sal, pimienta y especias, o con imperceptibles porciones de arsénico.

A algún empresario codicioso demasiado viejo para levantarse nada se le ocurrió, por allá a mediados de siglo, que en lugar de pagarle a un hombre un sueldo suficiente para mantener a su familia –esposa, amante e hijos respectivos- podía pagarle menos a una mujer por hacer lo mismo de mejor manera, y ahí empezó a armarse el inmenso pastel en el que se ha convertido el mundo en que vivimos. Esta política resultó ser mucho mejor para los negocios que la de liberar a los esclavos, cuando se descubrió que mantenerlos era mucho más costoso que pagarles un sueldo por idéntico trabajo y darles un pedazo de tierra para que se medio mantuvieran por sí mismos. Las mujeres, con tanto tiempo para pensar, metidas en sus casas, y con la información suministrada por las secretarias y compañeras de trabajo de sus maridos, habían acumulado tal grado de conocimiento, que pudieron sustituirlos y desempeñarse con suficiencia, y como darle trabajo a una mujer era considerado como un favor que se les hacía, se les pagaba menos. Para defender sus posibilidades de trabajo y mejores salarios, las mujeres inventaron la especie de que ellas y los hombres podían hacer los mismos trabajos, lo cual fue defendido por homosexuales y empresarios frustrados solteros o viudos y divorciados antes de tiempo, es decir, antes del entendimiento.

Y de “hacer los mismos trabajos”, por cuestiones de sinonimia, los hombres pasaron a “hacer las mismas labores”; y por cuestiones de acepción y uso y costumbre, a coser y bordar y a las labores del hogar y a la cría de los muchachos, hasta que hoy en día no es raro ver a un hombre, haciendo gala de la contradicción con su propia esencia, muy lindo con su delantal pasando aspiradora en la casa, preparando la comida de los chamos y la de la mujer para cuando llegue del trabajo o de echarse un palo con los compañeros de oficina solteros, y hasta mareándose y vomitando cuando la mujer está en estado. Y ahora -yo que te lo digo yerno: estás jodido- tienes que ocuparte de los hijos desde antes de que nazcan, no tanto acompañando a la mujer a comprarle todo lo innecesario hasta que el presupuesto aguante y un poco más, sino haciéndole seguimiento al crecimiento de la panza, complaciendo antojos inexplicables y educando al aún-no-nato con música y luces a partir de la semana de embarazo en que empiezan a funcionarle los oídos y los ojos, porque si no estás pendiente o no lo haces regularmente eres un mal padre de un hijo que aún no ves.

Pero la historia venía por lo del cumpleaños. Ahora no es como hasta hace poco, que cuando nacía un hijo los regalos de cumpleaños de la mamá eran cosas para el bebé y la madre feliz y contenta y hasta desilusionada al abrir el paquete si le regalaban algo para ella mujer femenina coqueta y no para el bebé, sino que ahora metieron al papá en ese embrollo, y en lugar de la tradicional corbata o el bolígrafo o la billetera o la calculadora de bolsillo o los pañuelos regalados por los amigos, o las medias o interiores regalados por la mamá o las hermanas, te regalan una caja de pañales desechables o el último grito de la moda en teteros con tetinas igualitas a una teta materna que hasta a uno le dan ganas, o un par de chupones con cubierta protectora plegadiza que se cierra antes de caer al suelo, o un juego de vaso y plato con ventosas para que se peguen de la mesa que ni uno mismo puede despegarlos, con cuchara torcida como si se hubiera derretido por meterla en el horno. Pero la cosa no se detiene, y de ahí mi regalo para el yerno, porque el asunto empieza aunque no haya nacido el hijo, y si tu cumpleaños cae mientras tu mujer está embarazada, los regalos serán libros de cómo enseñarle matemáticas al carajito o carajita mientras está en el útero, cómo prepararlo desde antes de que nazca para que sea un Einstein pero no tan ingenuo, cómo enseñarle a distinguir quién es el director en dos interpretaciones de la misma obra de Mozart cuando tú todavía no eres capaz de discernir entre Beethoven y Karl Off, o un libro de recetas con las mejores combinaciones de yerbas, semillas y fibra para que el bebé nazca limpiecito, bien lubricado para que salga suavecito y bien mosca para que pele los ojos por si se topa con un médico obsoleto de los que quieren pegarle una nalgada si no escuchan llanto, o uno de ejercicios para el bebé en el vientre para que nazca rompiendo records de natación o bateando más jonrones que Samy Sosa en su mejor temporada.

Y como yo ya estoy contaminado por los vientos que soplan, ahí está ese regalo para el yerno: música para panzas, de Mozart, y videos para proyectarlos en el ombligo de la embarazada. Siento no haber encontrado el cinturón sonovibrador lumínico inteligente; el que se le coloca a la mujer alrededor de la barriga para preparar al bebé para este mundo de ruidos, sonidos, resplandores, luces, vibraciones y movimientos, para que cuando nazca duerma como un lirón por más que a su alrededor haya tremendo bonche, una competencia de fuegos artificiales o un catastrófico terremoto, que sí habría sido un regalo especial para el yerno.

Simón Saturno
Agosto 04, 2006

viernes, junio 16, 2006

El lápiz labial

A cada curva que toma el autobús el lápiz labial rueda de un lado al otro del pasillo. Ya estaba ahí cuando abordé. Se ve que es de los baratos: base de plástico blanco, cubierta plástica transparente y la barra de color indefinido, entre dorado, cobre y rosado. No imagino a nadie con ese color de labios, a menos que quiera disfrazarse de androide para una comparsa futurista. Una curva pronunciada a la izquierda con ligera pendiente hacia arriba y el lápiz labial rueda en diagonal por el pasillo hasta detenerse en el zapato del pasajero delante de mí, que lo mira, le clava la vista por un par de segundos mientras se imagina quién sabe qué historia en la que unos labios pintados son protagonistas o causa de protagonismo. Un ligero movimiento de su pie para apartarlo, como si con ello quisiera borrar de su memoria el desenlace de su historia, o evitar contaminarla con la energía de la propietaria extraviada de ese lápiz de labios de pacotilla, que vaya usted a saber quién es y a lo mejor es una cualquiera y ni un cabello de parecida a la de labios pintados de mi memoria.

El sonido del objeto rodando sobre el piso metálico estriado atrae la mirada de una pasajera ubicada al otro lado del pasillo, una fila adelante: una mujer de piel morena oscura, cabello rizado peinado en delgadas trencitas y recogido en cola; las chancletas de plástico rojo desteñido, que dejan ver las desteñidas plantas de sus pies, son signo de su condición humilde, característica inseparable de la pobreza económica. La mujer ve el lápiz labial en el piso, entrecierra los ojos para enfocar su visión, afectada por la edad, y cuando reconoce el objeto se frota uno contra otro los labios como para recordar que no usa pintura labial porque lo que gana en cada jornada de trabajo, cuando consigue, no le da sino para pintárselos el sábado en la tarde, cuando el sueño de encontrar un hombre que la acompañe aunque sea una noche le despierta algo de brillo en los ojos, un sutil vaivén sensual en las caderas y las ganas de maquillarse. La mujer controla el impulso de agarrar el lápiz labial y mira a su alrededor como buscando a la dueña, pero sólo consigue miradas de hombres y de una mujer pretenciosa que le voltea los ojos como para dejar claro que no usa tales baratijas, qué te has creído tú mijita. Nuevamente dirige su mirada al lápiz labial, pero parece pensarlo bien y se abstiene, tal vez porque cree que no es conveniente utilizar el de una desconocida o, como están la cosas en este mundo, de un desconocido y nuevamente pasea la mirada por los hombres que la rodean para ver si alguno es lo que no parece y siento que se detiene más de la cuenta en mí, pero es sólo idea mía porque justo anteayer me corté el cabello y lo tengo inconfundiblemente masculino.

El autobús llega a un embotellamiento de vehículos que en triple fila intentan tomar el único canal que conduce a la autopista, mientras los conductores se miran unos a otros a ver quién es más macho como para atreverse a pasar antes que yo y ahí viene el autobusero ese de abusador a querer tirarle el autobús a uno porque sabe que nadie ni que fuera loco como para arriesgarse a un rayón. Es una bajada de ligera pendiente y en cada frenada del autobús el lápiz labial avanza unos centímetros y se detiene por las estrías del piso metálico. El chofer oprime y suelta el freno al ritmo de la salsosa música de sus cidís piratas, mientras sonríe al observar por el espejo retrovisor cómo todos los pasajeros se mecen a su ritmo. Una muchacha alta, de gruesos muslos, vestida de jeans y chaqueta corta de la misma tela, sentada dos puestos delante de mí, voltea y se queda viendo al lápiz labial que se bambolea en el piso. Arruga el ceño extrañada por el color de la barra, se endereza y se queda con la vista en un horizonte lejano, mientras en su mente se suceden las imágenes de su propia historia, donde el rojo de sus labios pintados desencadenó los hechos que la llevaron a estar sentada hoy, a esta hora, en este autobús, en ese asiento, con esa ropa. Su celular suena y le saca de su recuerdo al momento en que el chofer del autobús acelera repentinamente para evitar que otro automóvil le quite el paso porque ya se dieron cuenta de que no soy de los que lanza el autobús sin temor a rayar un carro porque yo tengo mi carrito y sé cómo se siente uno.

La autopista está abarrotada. El lápiz labial se ha detenido en el centro del pasillo, obstaculizado su viaje por una pletina que cubre la unión entre dos planchas de acero estriado del piso. Volteo hacia la parte trasera del autobús y descubro a una mujer de unos treinta y cinco años, ligeramente entrada en carnes, cabello teñido de rubio, sentada en el asiento central de la última fila, con su mirada fija en el lápiz de labios. No percibe que me le quedo mirando como para adivinar su historia. Sus labios están pintados de color oscuro, vino tinto casi marrón, por lo que pienso que tal vez ella sí sea capaz de pintarse con aquel color dorado-cobre-rosado. El autobús se detiene en la parada de Santa Fe y entra un hombre y dos mujeres. Él avanza hacia el fondo sin percatarse del lápiz labial en el piso y por escasos milímetros no lo pisa. La mujer que entra detrás de él, morena, muy delgada, de unos cincuenta años, se sienta en la segunda fila. La tercera mujer viene a sentarse al lado de la chica del celular, que ahora lee el periódico de ayer y que, molesta por no tener espacio para desplegarlo, lo dobla, lo coloca sobre sus piernas resignada porque su retraso informativo se prolonga y mira por la ventana como buscando en su agenda diaria mental el momento en que podrá retomar la lectura interrumpida. La mujer que acaba de sentarse a su lado estira su pierna derecha para arreglar su pantalón porque si no se me va arrugar mucho y después voy a parecer una loca y no va a querer salir conmigo; su movimiento le hace golpear el lápiz labial, que con el impulso logra superar la pletina e inicia un viaje descendiente que lo lleva hasta el pie izquierdo de la morena delgada cincuentona de cabello cobrizo metálico pintado. La mujer voltea hacia el piso y sin pensarlo dos veces se inclina, agarra el lápiz labial, lo mete en su cartera y se hace la loca no vaya a ser que alguna venga a querer quitármelo porque dizque es de ella y no es así porque Dios me lo mandó para que me pusiera bonita para la entrevista de trabajo. Imagino su cara de satisfacción al encontrar un color que combina con su cabello. En la siguiente parada se baja y antes de que el autobús arranque logro verla pintándose sus labios delgados. El color resalta en su cara. Sonríe ante el espejito en su mano izquierda y su cuerpo se endereza como si el nuevo color de sus labios le abriera un mundo de oportunidades. Guarda el lápiz labial y el espejo en su cartera e inicia su camino con altivez de mujer treintañera.

En el autobús aún varias miradas siguen clavadas en el último sitio en que estuvo el lápiz labial. Cada una refleja una historia, un recuerdo o una esperanza. En mi mente unos labios rojos dan paso a unos ojos muy pintados, con líneas gruesas negras que esconden ojeras y líneas de expresión de una mujer española mayor que yo. El recuerdo me trae una sonrisa. El autobús se detiene. Entra una mujer que busca en su cartera las monedas para pagar y al hacerlo deja caer una metra de vidrio transparente y vetas internas de colores; la mujer hace un gesto de fastidio y de no importarle perderla. La metra rueda hacia la parte de atrás e inicia un zigzag por el pasillo…

Simón Saturno
Junio 16, 2006

miércoles, abril 26, 2006

Metro corto

Ya era hora de que un gobierno se ocupara de los pobres, categoría en la que me incluyo desde hace algún tiempo por mi empecinamiento vano en dedicarme a hacer lo que mejor hago y para lo cual me preparé con veinticinco años de estudios, dos carreras, postgrados, diecisiete años de servicio en organizaciones del Estado y unos cinco años de consultoría independiente y trabajo en empresas privadas. Me refiero a que por fin podemos disfrutar de un sistema de transporte de calidad, como es el sistema Metro de Caracas. Con cuatrocientos bolívares -que son entre quince y veinte céntimos de dólar, según la negrura del mercado de referencia- puede uno recorrer un número ilimitado de estaciones del sistema subterráneo, salir a la superficie y tomar una unidad de una línea de los autobuses superficiales del sistema y recorrerla de cabo a rabo, o viceversa que parece como más erótico. Y ésa no es la tarifa más baja. Dígame usted si eso no es pensar en los pobres… claro, hay más de uno que de pobre no tiene un pelo pero que igual agarra el Metro. ¡Ah! Y por si fuera poco, los mayores de sesenta cinco años no pagan -por más que algunos de ellos se vean más frescos, fuertes y pudientes que yo, que ahora es cuando me falta para disfrutar de esa manguangua, aunque el estrés me tenga encorvado y arrugado como una momia peruana- y no pasan por los torniquetes de las estaciones de Metro sino por la puertica de al lado de la caseta de venta de boletos, que con tanto viejito que hay y tanto joven que se las echa, se la pasa abierta y más de uno se colea aprovechando que el funcionario de seguridad, en lugar de estar pendiente del ingreso de los usuarios, está echándole ojos a las chicas que andan con la barriga al aire, que son bastantes.

Y claro, como es el medio de transporte más barato, se la pasa full. Uno viaja un poco apretado, es verdad, lo cual por lo general no es nada agradable porque uno no tiene oportunidad de escoger con quién apretujarse, pero qué se hace. Y eso cuando se logra entrar, porque muchas veces el gentío en el andén es tan peligrosamente grande que uno siente que en cualquier momento suicidan a alguien con un empujón; y la cola es larga para tomar el Metrobús, que si no fuera por el sol que pega o la lluvia repentina sería hasta mejor que ir al cine, por las historias que uno oye o imagina viendo y oyendo a los que esperan que el chofer del autobús termine de conversar con el compañero o con la novia que vino a visitarlo y abra la puerta para entrar y agarrar puesto sentado porque parado te sale apretujamiento. Y uno rogando que no le peguen una de esas enfermedades que se pensaban erradicadas de este planeta o una de esas nuevas, porque más de uno tiene cara de sarampión o de tísico o de pollo tosiendo, y el trayecto por lo general es lo suficientemente largo como para que unos cuantos gérmenes salten de uno al otro por más contorsiones que uno haga para que este que está aquí no me pegue el brazo en el cuello y este otro el esternón en el codo y la de aquí el cachete en el omoplato, como si fuera un juego de Twister pero con desconocidos. Y en Metrobús el viaje siempre es largo, no tanto por la distancia como por la duración porque de tanto peso que cargan esos autobuses ya no dan para más y los amortiguadores son un amor pero no tiguadores. Claro, a veces se compensan las molestias porque ahora los aparaticos de marcar los tiques no funcionan o porque como a la gente no le gusta amontonarse no avanzan hacia el fondo por más que el conductor lo pida hasta con grosería, y no le queda más remedio que dejar entrar por la puerta de atrás y por ahí nadie paga o marca tique, excepto uno que otro extraterrestre que al llegar a la parada va a pagarle al conductor o a obliterar el tique… eso de “obliterar” me quedó…

Y el subterráneo anda pisando los talones del Metrobús porque al apretujamiento se le suma el calor sofocante cuando no funciona el aire acondicionado, que cada vez es más frecuente, y entonces sí se pone fea la cosa porque a veces te toca ir pegado de una o uno que tiene el brazo levantado para agarrarse del tubo porque quedan pocas manillas, y yo lo que hago es cerrar los ojos y hacerme cuenta de que estoy en vacaciones de verano en París, así de paso no veo los espacios del vagón que antes llevaban publicidad o planos de las líneas del Metro y ahora son sólo espacios vacíos con los restos del pegamento del último afiche que estuvo ahí.

Pero bueno, uno se aguanta que los autobuses, las estaciones y los vagones ya no estén tan bonitos porque lo que se paga cuando mucho es la mitad de lo que pagaría si utiliza otros autobuses o busetas, y eso no alcanza para pagar un buen mantenimiento, pero uno sabe que el gobierno de vez en cuando le mete unos reales al presupuesto del Metro para que le ajusten el sueldo a los empleados y dejen la amargura y no la paguen con uno, y para que medio arreglen los autobuses, las estaciones y los vagones, aunque eso signifique que ese año haya menos para los hospitales o las escuelas o para fabricar o expropiar casas, porque ese año el gobierno decidió que todos podían morirse de hambre o de enfermedad o de ignorancia o desbarrancados en un cerro, pero no por no tener Metro.

Pero igual sigue teniendo ventajas utilizar el sistema Metro porque desde que flexibilizaron lo de la apariencia exterior uno puede hacer mercado en las entradas y salidas de las estaciones, porque los buhoneros las rodean y usan sus paredes para soportar sus tarantines y para exhibir sus mercancías -medias, pantaletas, bluyines, frutas, franelas, gorras, cidís piratas, películas piratas y libros piratas- y uno no tiene que perder tiempo andando para comparar precios porque todos venden al mismo precio y la diferencia es la que se logra regateando o la atención al cliente, porque uno echa chistes y el otro la historia de su rancho o las bondades del gobierno o sus maldades, pero siempre hay que revisar bien lo que compras porque típico que vas al día siguiente porque el bluyín estaba roto o las manzanas podridas y quien te los vendió ya no porta por ahí y no te queda otra que vender el pantalón o las manzanas por la mitad de lo que te costó para que se los vendan a otro incauto, y eso cuando compras una radio y de verdad te entregan una radio y no un ladrillo bellamente envuelto porque ¿quién te va a comprar un solo ladrillo por más cuidado que lo tengas?

Total, que si uno sopesa los pro y los contra a lo mejor la cuenta no da, pero el futuro es más tarde y en el presente que es ahorita lo que tengo en el bolsillo no da para más, y el gobierno a lo mejor sacó esta cuenta y decidió que mejor es el pasaje barato y como vaya saliendo vamos viendo, porque lo de invertir para el futuro sólo le dará dividendos -votos, quiero decir- al que estará montado cuando ese futuro se haga presente y además, como el Metro se va deteriorando al mismo ritmo que uno, se siente como si todo estuviera igual porque el deterioro es como el espacio-tiempo y el movimiento pues cumple la ley de la relatividad, y uno termina diciendo que al menos no estamos peor y ya eso es ganancia, por más que a la larga se pierda el Metro.

Simón
Abril 26, 2006

martes, abril 25, 2006

Religiosa escuela

Esto de ser miembro de la junta directiva de la sociedad de padres y representantes del colegio de mi hijo de 13 años es… frustrante. Tan bien que estaba yo dejando su educación en manos de los maestros, con mi dedicación usual para ayudarlo en sus tareas en la casa, no sin resistencia de su parte por mi empeño en que entienda en lugar de memorizar, porque papá ¿de qué me sirve entender el origen de los nombres de los conductos por donde sube y baja la savia de las matas, si a mí lo que me interesa si acaso es la leña para hacer parrillas y asar salchichas, por más que tú digas papá que esas salchichas las hacen con orejecochino, trompecochino, rabo’e cochino y un cerro de químicos que transforman la supuesta carne en esa masa agelatinada y paralelepípeda de color creyón color carne que sólo sabe a salchicha que a mí me encanta? Pero no, me empeñé en que la sociedad de padres tenía que servir para algo más que organizar verbenas y comprar medallas para las competencias deportivas, y no me conformé con comentarlo con algunas madres mientras esperábamos que salieran los chamos de clases, sino que no me pude callar la boca y lo solté en la asamblea de padres, y cuando me propusieron como secretario de la junta no pude decir que no porque tampoco me había aguantado la lengua antes cuando dije que tenía tiempo de sobra para revisar los cuadernos de mi hijo porque estoy sin trabajo.

Y como yo no me iba a quedar con ésa empecé a proponer candidatas para que me acompañaran en el deber, tratando que fueran las más simpaticonas y, bueno, más o menos lo logré, aunque me metieron en la junta a uno que no dice ni ñe y de presidente a este gordo más católico que el Papa excepto a la hora de sacar fotocopias a escondidas en su oficina. Y a lo mejor por pensar eso es que me enfrasqué en las primeras reuniones de la junta, en que la educación religiosa en el colegio no debía limitarse al catecismo católico para preparar a los niños para su primera comunión. Y mientras defendía mi tesis, sobre todo ante el presidente, una de las maestras se acercó y comentó que su hijo había sentido miedo de hacer la primera comunión, y recordé cuando en mis doce años, allá en San Felipe, vivía aterrorizado por mis pecados y por el inevitable acercamiento de la Semana Santa y la ineludible confesión ante el cura de la iglesia, y la necesidad que sentía de magnificar mis supuestas violaciones de las leyes de Dios y de la Iglesia para que me creyeran la confesión y me dieran la absolución general que arroparía hasta los pecados que no había recordado, y esa fue la época en que cayó en mis manos -no recuerdo cómo, hasta el punto de pensar que el diablo me lo hizo llegar- la transcripción del debate Russell-Copleston sobre la existencia de Dios, que no recuerdo haber leído, y no creo haberlo leído porque todavía hoy sigo sin entenderlo pero, para mí, saber que aquel señor que me sonaba tan famoso discutía con un cura sobre la existencia de Dios, fue suficiente asidero para declararme ateo y no volver a visitar un confesionario más nunca en mi vida. Y el recuerdo de aquellos tiempos de terror me llevó a proponer que a los niños había que mostrarles otras opciones, pensando que cuando mucho invitaríamos a mi amigo el evangélico a dar una charla o dos, y a un rabino y un musulmán de los de la mezquita de Quebrada Honda y, aprovechando el viaje, un cura de la iglesia de enfrente.

Pero me salió una vocal ex-hippie con remordimientos desde que dejó los Hare Krishna para irse con un pavo hijo de millonario, que se iba los domingos a comer gratis en el templo como si le hiciera falta, y que la convenció de que continuara su búsqueda de placer con él y que se casaran y pasaran su luna de miel en la Costa Azul, bien lejos de la India, y la vocal, ahora divorciada y con tres hijos, quiere ganar indulgencias con Krishna y poner a los chamos del colegio a cantar Hara Hare Rama Rama al ritmo de tamborcitos y campanitas de bronce. Y más atrás saltó la Sra. Paradopoulos o algo así, diciendo que la iglesia ortodoxa griega es distinta de la católica venezolana y el padre Andreas estará feliz de venir a hablar de ella y de recibir grupos de niños en su capilla y yo les prepararía unos tabaquitos de arroz en hoja de parra que se van a chupar los dedos mientras oyen al padre. Y cuando el papá de un compañerito de mi hijo, Salhá, se enteró porque su hijo le comentó lo que mi hijo le había dicho de lo que yo le había hablado, se presentó sin invitación a la siguiente reunión de junta directiva y exigió que se incluyera a un amigo suyo estudioso del Corán porque ya era hora de que se diera a los niños la oportunidad de salvarse y de sacrificarse en la lucha contra tanta herejía imperante. Y como si aquello fuera una fiesta, se acercó un señor de apellido Nahón que segundos antes, a pocos metros de nuestra mesa en el pasillo frente a la biblioteca, preguntaba a la bibliotecaria que por qué no querían prestarle una película a su hijo para verla en casa, por más que tuviera una deuda desde hace meses en la cantina escolar, que de paso no la voy a pagar porque bien fuerte fue la indigestión que le produjeron a mi hijo esas cinco empanadas grasientas que se comió de las que venden ahí, seguramente fritas en aceite rancio desde hace quién sabe cuántos días que hasta aquí llega el olor. Nahón oyó a Salhá y poco le importó la respuesta de la bibliotecaria; se acercó a nosotros y sin pedir permiso empezó a hablar para exigir, mientras con un dedo jugaba con los rollitos de sus patillas, que a los niños, señores y señoras, hay que enseñarles la Torah y poner disciplina porque no me van a negar ustedes que esos cortes de cabello les hacen parecer militares, en lugar de dejarse crecer las patillas como debe ser; y mientras él hablaba del corte de pelo yo comparaba sus largas patillas con las mías y me preguntaba si yo podría confundirme con los de su iglesia.

Y la cosa pasó de fiesta a tumulto porque otras madres que estaban hablando con la Coordinadora de Básica porque no hay suficientes hornos de microondas para que todos los niños calienten su merienda, se acercaron a la reunión y resultó que una es Testigo de Jehová y se llama Estrella y pidió que su hermana Cielo viniera a hacer apostolado, y hasta la señora de servicio -que había venido con el café y unas empanadas frías cortadas en mitades que dejaban ver que las de queso eran sólo de aroma de queso- opinó antes de que la otra terminara que yo soy Adoradora de María y a las niñas del colegio hay que enseñarles a adorar a la madre de Dios para que se dejen de andar coqueteando desde que son unas bebés y dando saltos en la clase de deportes nada más que para que se les vea lo que no se les debe ver.

Pero la cosa no terminó ahí, porque yo siempre de boca floja comenté el asunto con mi hermana, que pasa hambre para pagar el viaje a la India a ver a su maestro contador de anécdotas en quién sabe qué lengua, a quien fui a escuchar la última vez que vino a Venezuela porque acepté la invitación de mi hermana, y me pareció que el verdadero maestro como que era el traductor, y mi hermana se empeñó y cuando se empeña es mejor complacerla porque si no se pone insoportable, en que cuadráramos para que en la próxima visita del Maestro lleváramos a los chamos al asram para que lo vieran a los ojos porque una mirada bastará para sanarlos e iluminarlos e iniciarlos en el camino del hinduismo, y les solté la propuesta, lo que ayudó a calmar un poco la reunión porque más de uno se quedó pensando si yo hablaba en serio. Y claro, si la idea es que los niños conozcan todas las corrientes de pensamiento religioso, yo no me iba a quedar tranquilo hasta que aceptaran que también había que dar cabida a un ateo o a un ateo creyente como yo que no creo en Dios pero creo en brujas y espíritus, y al final aceptaron no tanto porque los convenciera de la solidez de mis creencias sino por mi terquedad y porque ya se acerca la hora del almuerzo y nos vemos la semana que viene si Dios quiere.

Pero el asunto se puso de lo más diabólico en la siguiente reunión cuando tratamos de resolver el punto de distribuir el tiempo para hablar en clases de cada religión porque lo que hay previsto son sólo dos horas por semana y unas pocas semanas de clase al año, por más que a mi chamo le parezca que son como cien, porque una que no sé de dónde salió -porque las reuniones de Junta ya eran como asambleas- dijo que mitad y mitad para las monoteístas y las politeístas; y yo casi propongo que mitad y mitad para los ateístas y para los que no; y Salhá, que se convirtió en miembro permanente de la Junta por autoaclamación, exigió que mitad y mitad para los cristianos y los no cristianos, y después echó cuentas y propuso que a cada religión en proporción a su cobertura mundial; y la griega decía que no todas las religiones cristianas eran iguales y que había que diferenciarlas y que a cada una igual tiempo; y una “hermana” de mi hermana, que se había presentado puntualmente, sugirió que porque sí había que llevar a los chamos al asram y para eso tienen que prever un día completo, porque una hora de viaje de ida y una hora para comer la comida bendita y otra para escuchar las anécdotas y otra para que los muchachos en fila vieran cada uno a los ojos al Maestro después de que éste haga su hora de siesta después de las anécdotas, y una hora para regresar si es que no es hora pico porque la autopista de El Valle se pone lenta como una procesión del Nazareno de San Pablo de Santa Teresa.

Y mejor que no hubiera nombrado la “hermana” de mi hermana a esa procesión porque saltó uno que resultó ser defensor bolivariano de la cultura popular y que hasta ese momento había sido suplente de vocal con voto pero sin voz por lo tímido, y exigió que a la cultura religiosa del soberano hay que darle preferencial espacio en el tiempo -Einstein demostró que no son independientes- y que yo hablaré con la Supervisora de Distrito que es amiga mía para que apruebe una hora a la semana para eso, y ahí sí que se pusieron de acuerdo todos en un solo santo y se armó la sampablera y todos querían sermonear al mismo tiempo, hasta que no quedó otra que nombrar una comisión que se encargara de redactar una propuesta de acuerdo para someterla a la Dirección del colegio, propuesta que estuvo lista en un par de semanas y que, con las correcciones de estilo finales de la Junta religiosamente ampliada, quedó más ambigua que un acuerdo condenatorio de la OEA, y al final la Directora, católicamente, le dio el engavétese de costumbre, con lo que el cura de la parroquia sigue ejerciendo el monopolio de las dos horas semanales durante unas pocas semanas antes de la primera comunión de los chiquitos, aunque le diera miedo al hijo de alguna maestra, y mientras tanto los hijos de Salhá, de la griega, de la Hare Krishna, de Nahón y de la Testigo se divierten echando carreras en la cancha de fútbol que, dicho sea de paso, ya es hora de que le cambien el sustrato porque ese polvito de ladrillo rojo mancha zapatos, medias, pantalones y franelas y no hay detergente que lo quite, por más religioso que sea el lavado.

Simón
Abril 24, 2006

jueves, abril 06, 2006

Creo

El Dios en que creo es perfecto, no es consciente, no decide, no ama ni odia porque ambos actos exigen conciencia y decisión; no espera porque el tiempo para él es infinito y para él no hubo un primer instante, como tampoco habrá un último; no nos espera ni presta atención, porque esperar exige conciencia del tiempo y prestar atención exige conciencia de la existencia, de la individualidad; tampoco juzga, porque ello es un acto consciente; no escucha, no ve, no siente, no huele, no saborea, porque no necesita relacionarse con el mundo exterior, porque el mundo exterior no existe para él; hablar de su omnipotencia no tiene sentido, porque no tiene contraparte ante quien medir su poder… sería como decir que yo soy más poderoso que mi corazón. A veces, en los momentos en que me siento perdido, desolado, sin salida, y siento la necesidad de algo superior en que refugiarme, ante que suplicar para que lo que me queda de esperanza se dirija hacia una última opción, tiendo a caer en la tentación de creer en un Dios personalizado, que escucha, que responde; y en mi incipiente locura pienso que mi concepción del Dios inconsciente es una concesión que le hago, mi perdón ante la imperfección de su supuesta obra, que delataría su propia imperfección, su impotencia ante la posibilidad de que la nada, de pronto, sin estímulo externo, se disocie en dos extremos: la luz y la oscuridad, el frío y el calor, el silencio y el estruendo, el movimiento y la inmovilidad, el bien y el mal, porque en el estado en que me encuentro me niego a creer que hubiera decidido crear algo más que la nada.

El Dios en que creo es todo y es nada; no me sirve, o mejor dicho, no me presta servicio; simplemente está ahí, perfecto. Cuando veo la desesperante imperfección del mundo en que vivo, mi mente se disfraza de astronauta y empiezo a ascender en el espacio. Apenas iniciado el viaje, los seres humanos desaparecen de mi vista, luego los contornos de las ciudades y las líneas de las autopistas; las luces de las ciudades y pueblos, en el lado en que es de noche, se aprecian sólo durante unas fracciones de segundo en este viaje de alejarme de este mundo en busca de otra perspectiva. Unas fracciones de segundo más y traspaso los límites del sistema solar; la Tierra desapareció de mi vista hace unos instantes. Volteo y desaparece de mi mente la impresión de un viaje en retroceso. Dejo atrás la Vía Láctea, me enfrento al espectáculo de miles de millones de galaxias y me detengo. No percibo movimiento ni sonido alguno. La inconmensurable masa de estrellas parece inmovilizada en un caldo de plexiglás petrificado e invisible. El tiempo se detiene. El asombro da paso a una sensación opresiva de soledad.

En un parpadeo vuelvo al sofá en el que se inició mi viaje. La sensación de soledad desaparece. La televisión sigue mostrando la misma imagen que al iniciar mi viaje. No ha transcurrido ni un segundo. Una mujer de expresiones rabiosas clama justicia; otra pide la pena de muerte para los secuestradores asesinos. La tristeza vuelve a mi pecho y a mis ojos. Casi instintivamente cambio el canal y contemplo las imágenes de un submarino ruso destruyendo un barco cargado de más de nueve mil civiles durante la segunda guerra mundial. Vuelvo a cambiar y un noticiero explica las razones de que un movimiento terrorista haya ganado las elecciones en Palestina. Marco el número de un canal local y aparece un analista internacional hablando del apoyo del gobierno al programa nuclear iraní.

Vuelvo a parpadear y me encuentro de nuevo paralizado en el caldo negro de estrellas. La humanidad, perdida en algún minúsculo e inapreciable grano alrededor de una estrella en alguna de esas brillantes galaxias, es hasta ahora sólo un accidente doloroso para quienes lo protagonizamos, pero imperceptible para este Dios, para este Dios perfecto del que soy parte imperfecta.

Simón Saturno
Abril 6, 2006

miércoles, marzo 29, 2006

Una cola del Metrobús

Una muchacha de piel morena, brazos algo velludos, uñas largas, que mueve su cuerpo de vez en cuando como si recordara una melodía de salsa o reguetón. Una señora mayor de cabello canoso y largo, al que aún se le notan los restos de lo que fue un intento de esconder las canas bajo un tinte rojizo; su rostro y sus movimientos muestran el nerviosismo que le produce ejercer el derecho que por su edad tiene, de no hacer cola para abordar el autobús ni pagar el pasaje. Un hombre vestido con el uniforme todavía nuevo de la tienda donde trabaja; en su mano temblorosa lleva facturas de servicio telefónico que mira una y otra vez con expresión de preocupación y rabia. Otro hombre, de ropa desteñida y hombros caídos por el cansancio, escarba en sus bolsillos como buscando una moneda que le falta. Dos niñas en uniforme escolar conversan en voz baja hasta que la emoción les hace reír o hablar agitadas con caras traviesas. Una muchacha de cabello negro largo liso agarrado en cola por un nudo hecho de su propio cabello, coronado por una pinza en forma de mariposa; de vez en cuando voltea como si esperara la llegada de alguien; sus ojos se muestran húmedos como de llanto contenido. Un hombre joven, de rostro marcado por una cicatriz que se dibuja extrañamente sinuosa entre su pómulo izquierdo y la barbilla, aunque dejando indemnes sus labios prominentes; de vez en cuando se queda mirando a lo lejos, ensimismado, para luego de un sobresalto voltear de un lado al otro con nerviosismo. Dos mujeres, una con acento portugués y otra callada y con cara de fastidio, ambas con lunares oscuros y prominentes en sus caras; a la mayor le falta un diente incisivo superior, lo que le hace emitir un silbido ocasional cuando habla; apenas escucho lo que habla, pero algunas palabras parecen referirse a lo que la otra debe hacer frente a una situación. Un muchacho de raza negra, cabello cortado al ras, franela con un orificio de un centímetro de diámetro en su espalda; cuando voltea deja ver unas pestañas muy largas y un bigote corto; lleva un morral negro al frente, aprisionado entre sus brazos como si en él estuviera guardado todo lo que tiene en el mundo. Una adolescente más bien pasadita de peso, visiblemente apenada por ello, según se nota en su mirada esquiva cuando descubre que la veo; saca una y otra vez de su cartera una bolsa plástica transparente que contiene un pequeño frasco de un medicamento de etiqueta morada, emite un suspiro profundo y su mirada se dirige a sus pies, encorvando su espalda como con pesadumbre. Dos muchachos de pantalones azules, jean uno, mono sintético el otro, ambos con franela blanca de cuello azul rey, tal vez un uniforme, portando cada uno una especie de maletín plástico negro rectangular delgado, como los que sirven para llevar afiches o dibujos; conversan sobre un compañero despedido del trabajo y lo que consideraban su llanto exagerado ante la jefa de personal. Una pareja: ella, adolescente de cabello pintado de mechas doradas, de blusa ajustada muy corta y pantalón de talle muy bajo, que dejaban ver su vientre liso y un lunar pequeño en medio de su espalda apenas cubierta por vellos como la piel de un durazno; él, de igual edad y por ende de expresión más infantil, no deja de abrazarla como intentando tapar lo que la blusa y el pantalón dejan al descubierto, y pone cara de pocos amigos ante quienes miran a su chica. Yo, con mi libreta tomando notas y mi maletín negro colgado del cuello, a esta hora haciendo sentir su peso y la inutilidad de cargar muchas de las cosas que llevo dentro. Una chica de cejas gruesas y expresión pensativa, que se comunica con señas de ojos y sonrisas con una compañera de lentes pequeños, ojos pequeños, senos pequeños y vientre prominente, sus muñecas llenas de pulseras de fantasía plástica de tonos azules y negros; ambas echan miradas sobre mi hombro cuando escribo. Un muchacho de piel canela, cara sonriente, cabello largo estilo Rastafari, que se abanica incesantemente, como si su cabellera le acalorara; a veces su sonrisa desaparece y es sustituida por un rostro de entrecejo arrugado y mirada malvada. Una atractiva chica catira de lentes oscuros, primera vez que utiliza esta línea del Metrobús, dudosa de hacer la cola; decide comprar un helado al heladero que se acerca, justo en el momento en que el autobús llega; empieza a comer su helado rápidamente cuando la cola empieza a avanzar para entrar al autobús.

La cola avanza, llena de historias. El conductor recibe una chispa de cada una en las monedas y billetes que recibe para comprar los tiques; nadie, ni siquiera él, nota el minúsculo resplandor que producen las chispas en su mano, y el casi imperceptible temblor que produce la corriente que lleva la información de esas historias a su subconsiente. Él también tiene la suya, que se adivina angustiosa en este momento, pues su cara de enojo es por algo más que conducir en calles de tránsito lento bajo este sol ardiente. El autobús se llena hasta que la separación entre cuerpos desaparece y el pudor debe ser reprimido. Miro a la chica sentada a mi lado y con la mirada le pido excusas por invadir su espacio, empujado por la gente que se agolpa en el pasillo; ella me devuelve una leve sonrisa de comprensión y me le quedo mirando más de lo necesario; ella voltea hacia la ventana para cortar el instante de incomodidad. Una voz masculina, fuerte, protesta algo groseramente por la cantidad de gente que ha entrado en el autobús. Una señora mayor ha venido a sentarse casi a mis pies, mientras otra que le acompaña comenta que parece no haber caballeros en el autobús. La chica a mi lado hace el intento de pararse para cederle el puesto, pero la señora se niega y afirma estar bien donde está. Yo hago como si el comentario no fuera conmigo y sigo escribiendo. Mi historia, que hoy siento pesada y agobiante como una calina, parece querer esconderse tras las de otros, aún en una cola de Metrobús.

Simón Saturno
Caracas, marzo 28, 2006

martes, marzo 28, 2006

La comida más sabrosa

El que una comida sepa sabroso depende tanto de los ingredientes y de la preparación como del momento y lugar en donde se come y el estado emocional de quien la come. El mejor de los cocineros, luego de preparar un manjar con los más frescos y finos ingredientes, puede enfrentarse a que sus comensales le dejen la comida en el plato porque en el piso de arriba decidieron abrir huecos en la pared con un taladro que recuerda al dentista arreglando caries, o porque el dueño del restaurante decidió exponer fotografías de Spencer Tunick, o porque los clientes vienen de calarse una cadena interminable por radio y TV y hasta por los celulares, porque los diputados de la Asamblea pensaron que sería un buen regalo para el cumpleaños del líder promulgar una ley para poder hacer cadena también en los celulares… y eso, no hay estómago que lo aguante, ni que se lo adornen con langosta o pâté truffé.

Por eso las Lunas de Miel son indeseables para quienes gustan de la buena comida, o mejor dicho, quienes gustan de la buena comida y pasaron por una Luna de Miel, lo lamentarán mientras vivan con quien compartió con ellos esos días en que el mundo estuvo invadido por una niebla rosada, un sonido de campanas, un aroma de jazmín y caminos de nubes. Tal vez fue eso -alguna advertencia de ultratumba de mi padre- lo que me llevó a que mi Luna de Miel transcurriera en un hotel barato de la Colonia Tovar en el que la comida era bastante normalita, más bien tirando hacia lo mediocre, lo cual salvó mi vida gastronómica posterior de tener por siempre la referencia imbatible de esos días, como ocurre con quienes durante su experiencia neomarital deciden ir a los mejores restaurantes. Mis referencias invencibles se limitan a otros aspectos de la vida: Ya tú no eres tan espontáneo como al principio, me dice; me acuerdo que a cada rato me regalabas una flor. Claro, en la Colonia Tovar uno encuentra flores por doquier y yo las arrancaba y se las daba porque me gustaba como se reía con tantas flores silvestres en sus manos. Pero en Caracas hay que estar mosca para encontrar flores en el trayecto de la avenida Francisco de Miranda a La Trinidad o desde Los Cortijos hasta la esquina de Pajaritos. Si acaso encuentra uno unas matas de árnica con sus flores amarillas que se marchitan en un santiamén, o un lirio de flores rojas bellísimas en el jardín de un edificio con un guachimán al lado, a lo mejor no tan man pero sí bastante guachi guachi, así que no queda otra que ir a la venta de flores y sí, yo sé que le gustan, pero en el fondo sigue pensando que ya no soy tan espontáneo. En la Colonia, en los días del sonido de campanas, se encontraban pastelitos y galleticas por todos lados, y yo los compraba y se los daba en la boca porque me excitaba la manera en que me mojaba los dedos con sus labios, y nada de pensar en calorías y carbohidratos. Hoy, ya no tan joven como entonces, ni tan deportista, cualquier pastelito, además de que nunca es tan bueno como los de aquellos días, es un atentado contra su figura y una muestra de que lo que quieres es engordarme para después andar viendo rabos por ahí y cinturas delgaditas porque tu esposa parece una vaca, además de que la espontaneidad desaparece en el camino de la pastelería a la casa.

Pero me estoy saliendo del tema: el efecto de los factores distintos de la habilidad culinaria del chef y la calidad de los ingredientes. A propósito de éstos, me viene el recuerdo de mis cruzadas contra la harina de maíz precocida y la margarina. Contra la primera, por allá en los años sesenta, hice sentir ante mi madre mi formal protesta, por sustituir la masa hecha en casa, de maíz pilado cocido y molido en casa, por aquella harina precocida sin sabor ni textura, inventada con la excusa de rescatar el consumo de arepa venido a menos. Mi protesta fue debidamente ignorada, porque evitar el cocido y la molienda del maíz ahorraba una gran cantidad de trabajo. Volví a hacer sentir mi protesta cuando en lugar de comprar la masa de maíz pilado para hacer las hallacas en diciembre, mi madre decidió hacerla en casa con aquella harina, pero el resultado de mi protesta fue el mismo: total indiferencia. Mi cruzada contra la margarina, por allá por los setenta, duró sólo un día. Me puse de acuerdo con ocho amigos y nos fuimos a las areperas; hacíamos como si fuéramos a pedir una buena cantidad de arepas rellenas, con comentarios como yo me voy a comer por lo menos tres, pero entonces yo soltaba un ¡Alto! bien audible, ante el cual se detenía la preparación de las arepas, y yo preguntaba ¿Eso es mantequilla o margarina? ¡Margarina! contestaban enseguida porque en aquella época se había regado la especie de que la margarina era más sana, y todos nosotros al unísono gritábamos un ¿Qué! que hacía pelar los ojos y enmudecer a los empleados de la arepera, luego de lo cual salíamos del local sin comprar ni pagar nada, comentando casi a gritos que ya las arepas no eran lo mismo con esa grasa insípida. El espectáculo lo representamos en cinco areperas -en Colinas, Chaguaramos, La Castellana, la Andrés Bello y Quebrada Honda- y cuando fuimos a la sexta mis amigos se sentían muertos de hambre, se negaron a repetirlo y se comieron sus buenas arepas, hasta tres cada uno, untadas de margarina, y me hicieron pagar porque aquella cruzada era invento mío. Más nunca.

Una vez más me fui por las ramas como si Alois me trasformara en un Tarzán de las ideas. Recuerdo la época del cortejo a la que sería después mi segunda esposa. Nunca he vuelto a encontrar, ni siquiera en la misma pastelería, aquel pastel apenas dulce con forma híbrida entre caracol y cuerno, de láminas de hojaldre que yo deshojaba con los dedos y metía en la boca de mi amada hasta que no había más remedio que irnos a la cama. Ni el dulce árabe caliente y mórbido que una vez, una sola vez comimos en el Soledad. Tal vez ha seguido en el menú, pero ninguna de las descripciones de los postres encaja con las sensaciones que aquella única vez nos produjo y que seguimos recordando con nostalgia.

Y es que pareciera que la pasión amorosa es como el glutamato monosódico pero sin sus efectos secundarios -cancerígeno cuando se consume en un mes una cantidad superior al peso de la persona, según revelan los estudios con ratas y gusanos de palma- pues resalta hasta lo inigualable el sabor de las comidas, sobre todo si son consumidas en primera vez: primera vez que se come o primera vez que se come en un sitio. De ahí en adelante no habrá cachapa como las de La Unión o sushi como el de la taguarita de La carlota, ni comida china como la del restaurante que llamábamos Kuan We porque nunca pude recordar su nombre, o Martinis como los del Paseo o pescado frito como el de La Restinga.

Total, que entre lunas de miel -porque si se te ocurre la genial idea de casarte más de una vez tendrás varias, y en esto se parecen las lunas de miel a las suegras, pues las esposas pasan pero ellas se acumulan- entre lunas de miel, decía, y primeras veces, el menú de platos que podrán impactarte se va reduciendo por desaparición de los normales, los típicos y los internacionales, y no hay más alternativa que acudir a las exquisiteces -que si buñuelos de plátano rellenos de crocante de pargo con lluvia de ajonjolí tostado y salsa balsámica, o salteado de atún con tiritas de jalapeño en chip de plátano verde- lo cual te conduce a restaurantes caros y a grandes desilusiones porque el pastel tostado de maíz embutido de briznas de carne con coulí crudo de aguacate y tomate verde no era sino una simple arepa de carne mechada con guasacaca.

Y Alois pareciera ser impotente ante esos recuerdos gastronómicos de referencia, porque se me puede olvidar si me acabo de lavar los dientes porque no sé si el sabor que tengo en la boca es menta de crema dental o es huevos con tocineta del desayuno que acabo de comer, pero jamás olvidaré las empanadas de cazón que me comí contigo mi amor en el mercado de Conejeros de Porlamar al lado de todos esos frascos de frutas picadas. Y entonces pienso que lo mejor ante la ruina económica que promete la búsqueda de exquisiteces, es vivir cada momento como si fuera la primera vez, y con cada pareja como si fuera Luna de Miel, sin recordar momentos pasados… Quién sabe, a lo mejor al final de mis días pueda, aunque sea acompañado únicamente por Alois, volver a saborear una cachapa como nunca la he comido.

Simón Saturno.
Caracas, marzo 28, 2006

lunes, marzo 27, 2006

Regular vivienda

El mercado inmobiliario está enloquecido. Dos apartamentos iguales ubicados en el mismo piso del mismo edificio pueden venderse en precios uno el doble del otro. Y claro, yo los que consigo son los del precio doble. Y el principal responsable de la locura es… ¿adivinan?... ¡Claro! ¡El gobierno! Porque ahora un rancho a medio caerse en una zona a punto de derrumbarse vale… ¡cincuenta millones! Ésa es la cantidad que el gobierno entrega, luego de mucho rogar, a los habitantes de una zona de riesgo de deslizamiento, para que se muden a otro lado. Y éstos, ni gafos que fueran, se niegan a aceptar la limosna porque saben que con eso lo único que pueden comprar es otro rancho a punto de caerse en otra zona de riesgo, y encima tienen que pagar al camión de mudanzas que les llevará los corotos, con lo cual quedarán más pobres que antes y con la misma angustia de que el rancho les caiga encima con cualquier llovizna. Uno podría pensar que no les pasa por la cabeza que los cincuenta millones son una buena cuota inicial para una vivienda mejor, como lo serían para mí, pero la irregularidad y la insuficiencia de sus ingresos sólo les hacen ver la única opción: la compra de contado.

Y si un rancho en tales condiciones cuesta cincuenta millones ¿cuánto puede costar la regular vivienda que ando buscando, una casita con jardincito plano y bien sustentado, sin peligro de agrietarse y derrumbarse, en la Gran Caracas? Resulta pues que lo que tengo no me alcanza ni para la cuota inicial, que creía tenerla hasta el día en que el gobierno empezó a ofrecer aquella cantidad por las precarias viviendas de los cerros inestables. Ahora la cuota inicial de la casita que busco se montó por las alturas de las nueve cifras bajas, como dice mi banco cuando da una referencia, aunque cuando la ha dado de mi cuenta no llega a las seis cifras medias.

En vista de la catástrofe económica en que me ha sumido el precio mínimo así establecido en el mercado de viviendas, decidí irme a las colas de CONAVI en Las Mercedes para ver si me metía en esa rifa, o para ver cómo conseguía mi numerito. Muy fácil, me dijeron, consíguete un Certificado de Damnificado. ¡Ay, papá! dije yo, ¡qué manguangua! Tengo sopotocientos amigos y familiares que pueden dar fe de lo damnificado que estoy, con todas las de la Real Academia de la Lengua, porque soy víctima de grave daño de carácter colectivo, pues yo no soy el único que anda en esta pelazón desde que utilizan las famosas listas para dar trabajo, o para negar trabajo. Bájate de esa nube, me dijeron, porque los Certificados de Damnificado los otorga el gobierno entre escombros a pie de cerro, y para eso tienes que tener un rancho a punto de caerse y de matar por lo menos tres votos, a no ser que quieras comprar un Certificado, que seguramente los venden, y, claro, deben estar aumentando cada día de precio apuntando a los cincuenta millones y vas en góndola porque te ahorras el camión de mudanza, así que apúrate.

Mientras tanto los reales de la cuota inicial van esfumándose poco a poco por estar pagando el apartamento alquilado donde vivo, supuestamente regulado desde hace años. Pero la regulación lo que hace es incentivar la imaginación de los propietarios y de los que buscan un inmueble donde vivir, que inventan combinaciones de comodatos y giros, arrendamientos y letras, arrendamientos con pago de condominio, arrendamientos con pago de muebles (un escaparate carcomido por los comejenes y los años y una lavadora incapaz de hacer un ciclo completo sin hacerse la muerta a medio camino), contratos de un año sin prórroga y renovación con nuevo canon, arrendamiento sin contrato, pagos por traspasos, cuota por la llave y quién sabe qué otras figuras jurídicas más que al final lo que hacen es hacer todo más caro, más incierto y más angustiante.

Por fin, cuando vi mi cuenta bancaria en descenso inversamente proporcional al aumento de la cuota inicial, fui a donde mi amigo el economista para ver en qué estaba equivocándome al sacar las cuentas, y mi amigo el economista me dijo que mis cuentas estaban bien; llegué a pensar que ya no era mi amigo porque me dejó deprimido y perplejo, porque la conclusión es que tengo dos opciones: seguir matándome exponencialmente otro cerro de años para tratar de alcanzar la cuota inicial, o mudarme para un cerro empinado durante un par de inviernos, claro está, escogiendo bien el cerr… ¡Epa! ¡Para qué soy ingeniero sino para ingeniármelas? ¡Amigos, les invito a invertir en una empresa de estudios de suelos, certificadora de terrenos de alto riesgo, óptimos para construir ranchos con garantía de derrumbe en pocos meses! Para constituir la empresa necesito un ingeniero de suelos para que me diga cuáles son los terrenos inestables; un periodista para que anuncie y denuncie los inminentes derrumbes; un contador para que lleve los libros porque tampoco es que vamos a montar una pulpería; un guapo de barrio que se atreva a adentrarse en el bulevar de Sabana Grande, el de Catia y el Centro Simón Bolívar ofreciendo los terrenos certificados garantizados para construir ranchos de corta vida; y unos inversionistas para reunir los reales para comprar el equipo de estudio de suelos, la computadora para hacer simulaciones de deslizamiento de los terrenos y ponerle precio a los terrenos en función de la cortedad de sus vidas, y la impresora para emitir los certificados y las garantías. El primer terreno certificado será destinado a pagar dividendos de los socios, a menos que éstos quieran construir en él, lo cual no es mala idea. Será una empresa de interés social porque es de interés de los socios, y para mayor seguridad de éxito tendrá la forma de cooperativa porque cada uno de ustedes estará cooperando para que yo tenga mi regular vivienda en un futuro próximo. Gracias, amigos. Les llamaré para la firma en el registro.

Simón
Marzo 27, 2006

domingo, marzo 19, 2006

Mundo borroso

El mundo se ha ido poniendo cada vez más borroso. Al principio, guiado por esa manía que tenemos algunos pocos seres humanos -de la que no me siento orgulloso por más que contribuya a hacer la vida más larga o sentirla más larga- de tapar el sol con un dedo o escapar de los problemas haciéndose los locos, hice caso a los oftalmólogos, que me hablaban de hipermetropía, miopía, astigmatismo, presbicia, glaucoma, hipertensión ocular y no sé cuántas dolencias más que supuestamente se combinaban con la opacidad de la córnea prestada a mi accidentado ojo izquierdo para producirme una especie de niebla ante todo lo que se atravesaba en mi campo visual. Pero a medida que avanzo hacia mi primer siglo de vida, a una velocidad que me doy cuenta de que es siempre la misma por más que lo difuso del mundo que me rodea me haga creer a veces que no es así (60 segundos por minuto; 60 minutos por hora; veinticuatro horas por día; trescientos sesenta y cinco días y seis horas por año; cien años por siglo… por lo que sé hasta ahora), me convenzo de que el ser humano va desarrollando con el tiempo la capacidad de ver algo más que el “cuerpo físico” de las cosas -incluyendo en este término a humanos, inhumanos, transhumanos, animales, virus, plantas, minerales, sus combinaciones simbióticas y parasitarias y demás seres vivos en cualquiera de sus estados, sólido, líquido, gaseoso, plasma y ectoplasma- pero como no le han enseñado que eso es posible y no sólo una excepción que se manifiesta en espiritistas, mediums, videntes, iluminados y charlatanes, acude a los oftalmólogos para que le inventen una de vaqueros para no tener que poner en duda lo aprendido a lo largo de toda su vida, lo cual por lo general tiene consecuencias depresoras terribles.

Parece ser, y sólo parece ser porque hasta ahora la palabra de los bebés de menos de cinco años no es del todo confiable, pues uno no sabe si los amigos invisibles que dicen tener son inventados o realmente existen, parece ser decía, que la gente nace con la capacidad de ver el desvanecimiento del mundo, pero con tanto que lo corrigen a uno papá, mamá, abuelas, abuelos, tíos, tías y todo pariente que aunque tenga apenas unos días más de edad ya se cree con autoridad para decirle a uno no tú no estás viendo una nube sino a tu abuela, terminan por convencerlo de que lo único que existe es lo llamado “físico”. Claro, más adelante, cuando el cuento de lo puramente físico empieza a agrietarse por incoherente con el día a día, le meten el cuento de los fenómenos paranormales o el de los espíritus, su gran variedad de formas de manifestación, sus poderes, sus milagros, y el pastel que se forma en la cabeza es un pesado mapa agarrado con alfileres que a la menor brisita se descuelga y se va al piso, y termina uno acostado en el diván de un psicoanalista que trata de disfrazar sus servicios con el cuento de la relación analista-paciente que no se puede romper así como así y hasta puede durar años porque casi vamos a ser hermanos y no se olvide pagar puntualmente incluso las sesiones a las que no viene; o yendo a donde un psiquiatra que te llena el estómago de pepas y el cerebro de efectos secundarios, primarios y terciarios, algunos con éxito porque empiezas a ver borroso, pero en ese momento te mandan al oculista, que te manda a eliminar las pepas que te mandó el otro, y empiezas a sentirte como pelota de ping pong yendo del uno al otro dizque buscando la combinación ideal de pastillas psiquiátricas y oftalmológicas, hasta que te destrozan el estómago, el hígado, el páncreas y las tripas y vuelves a empezar a ver borroso, pero meten a un tercero en el juego, que es el gastroenterólogo, y se reinicia el ping pong pero con tres raquetas. Con el tiempo van apareciendo más raquetas hasta que no hay lado de la mesa por donde escapar.

Pero resulta que las incoherencias del pesado mapa mental son tantas que terminan siendo pruebas irrefutables de la difuminación del planeta y el universo entero, porque si no dime tú a qué se debe que cada vez sea más la gente que no entiende lo que está pasando y prefiere quedarse encerrada en casa sin importarle lo que sucede a su alrededor, excepto si lo pasan en televisión o lo averigua por Internet, y por aquí mejor porque se entera cuando le da la gana y si lo ve borroso dice que es un efecto especial que le parece bonito o feo pero siempre irreal y no interfiere con su esquema mental, y si le parece que va a interferir cambia para otra página Web por más que le aparezcan popups fastidiosos; o dime tú por qué cada vez es más la gente que cree que está unida a otras personas por lazos invisibles que no puede romper por más que lo intente, o que piensa que el aletear de una mariposa en Japón (¿sólo en Japón aletean las mariposas capaces de tales efectos?) puede producir la conversión al Islamismo de un comandante en Venezuela; o por qué se te paran los pelos cuando se te paran los pelos como si hubiera cerca un imán de vellos, sin que estés pasando por encima de una central de generación de electricidad; o por qué presientes que alguien se va a aparecer y se aparece. La respuesta es la desintegración de todo, que produce una especie de niebla alrededor de cada cosa, como una nube de sudor o de aroma, alrededor de lo que entendemos como superficie, que hace que el contorno sea difuso, impreciso… borroso.

Y creo que el espesor de esa niebla está aumentando en cada cosa, en cada uno de nosotros; de eso me doy cuenta en cada encuentro con amigos, con compañeros de trabajo, con extraños, en la calle, en la casa, dondequiera, o cuando veo la luna o las estrellas; de tal manera que la niebla alrededor de uno empieza a confundirse con la del otro cercano, con la del que pasa por el lado, con la de la silla en que se sienta, y todos empezamos a formar parte de una sola nube, una sola gran nube, una sola y única gran nube.

Desde hace días guardé mis lentes en sus estuches. Estuve a punto de botarlos… corrijo: no los boté, porque uno nunca sabe cuándo me va a dar por chuparme un dedo y volver a las andanzas. Los lentes son filtros que no dejan pasar la luz proveniente de la nube. Algún día, cuando todo esté al extremo de lo borroso, cuando todo sea por fin una sola nube homogénea, los lentes de toda la gente no dejarán pasar nada; filtrarán todo y cuando la gente se los quite no verá diferencia alguna; pensarán que se quedaron ciegos y cuando intenten volver a colocárselos en la nariz sólo encontrarán una niebla inconsistente y escucharán el sonido de los lentes estrellándose contra el piso. Tal vez ese ruido les haga entender.

Simón Saturno
Marzo 19, 2006

martes, marzo 14, 2006

Mi dulce venganza

La observación de mí mismo se ha venido convirtiendo en una obsesión perturbadora. Al principio me pareció fascinante y divertida… claro, tenía apenas unas horas de nacido y aquellas dos masas carnosas con cinco gusanitos cada una que se movían frente a mi cara y que la rasguñaban, excepto cuando se aparecían disfrazadas con cubiertas de lana, me parecían divertidas y emocionantes. Dejaron de serlo cuando entendí que eran mis manos y que los gusanitos eran mis dedos y que podía moverlos a mi antojo, aunque seguían siendo emocionantes porque igual podían rasguñarme si me descuidaba y si mamá no me cortaba las uñas regularmente.

Cuando descubrí el poder de mi llanto, basado sobre todo en que mis padres reaccionaban como principiantes, como si mi hermano mayor no hubiera dado quehacer unos meses atrás, me sorprendía yo mismo al observarme llorando a moco tendido por el solo motivo de sentirme fastidiado porque ya estaba harto de chupar los dedos de mis pies o porque no podía quitarme los escarpines. Bueno, la verdad es que el llanto nocturno fue cosa de todos y cada uno de los días durante mi primer año de vida, lo cual les hacía dudar de si la salud que dejaban ver mis rollizos brazos y piernas era sólida y si tenía alguna grieta en algún lado. En su búsqueda de las causas de mi llanto desenfrenado, mamá me fue quitando uno a uno el gorro de lana, los guantecitos, los escarpines, el chalequito, el mono y me dejó con una simple franelita de algodón o desnudo. Yo reía con la eliminación de cada una de las piezas de vestimenta y la liberación hacía disminuir la intensidad de mi llanto; algo dentro de la cabeza de mamá le decía que aquella indumentaria era apropiada para los inviernos de la madre patria pero no para Maracaibo. La desnudez me permitió no sólo posar para el fotógrafo aficionado que era papá, sino divertirme por un tiempo contemplando mi cuerpo, además de que resultaba todo un alivio en el calor sofocante de las tardes de aquella ciudad, pues pocas veces podía disfrutar de la brisa, metido como me tenían casi siempre en mi moisés o en la cuna. El observarme llorando producía una paralización repentina de mi llanto. Al principio mi abuela y mamá estuvieron extrañadas por esas interrupciones súbitas de mis llantos, a veces seguidas de carcajadas al descubrirme en tales faenas manipuladoras, pero cuando la autoobservación empezó a adelantarse a mi intención y me impidió llorar por pendejadas, se contentaron de tener un bebé tan tranquilo… ¡Claro, la procesión iba por dentro!

Hoy en día, luego de todos estos años de observación, la cosa me está cansando. Con el paso del tiempo se ha venido concretando una disociación entre el que observa y el observado. La diferenciación es nítida, palpable, como si un ser invisible estuviera pegado a mi espalda. Prácticamente no hay acto de mi vida donde ese alguien que observa no esté pendiente, instalados sus ojos en la parte trasera de mi cráneo como si fuera un conductor de esos autos de pique largos de ruedas delanteras delgadas que tienen el motor justo delante del puesto del chofer, anotando cuándo me las echo, cuándo me hago la víctima, cuándo me pongo testarudo, si me deprimo, si me enojo, si me alegro, si lloro, si río, si no entiendo y hago como que sí, si coqueteo, si le doy muy rápido o si voy lento, si estoy estresado o tranquilo, si me duele la cabeza o el riñón o las articulaciones, si no me duele nada, si escribo, si no escribo, si tengo calor o frío o nada de eso, si siento o no siento o me siento, si me emociono o no, si soy indiferente o diferente. Total que de tanto observarme o que me observe el conductor si es que es otro, lo que siento es que la espontaneidad se fue pa’l carrizo y ya no puedo ni sudar sin preguntarme si lo hago porque mi cuerpo está utilizando un mecanismo para refrescarse o si me bajó la tensión o es nerviosismo y por qué estoy nervioso o hipotenso, en lugar de dejar que el cuerpo eche agua y sales pa’ afuera y ya; y ya no puedo mirar a una mujer de formas voluptuosas y pantalón apretado que pasa por mi lado sin preguntarme si soy fiel o soy polígamo por naturaleza o por convicción religiosa o por decisión, si tengo disfunción eréctil o ya no es suficiente un buen rabo y unos muslotes y un caminar cadencioso para excitar mi imaginación etcétera; y ni siquiera solazarme con el jabillo inmenso que da sombra en la esquina de la casa sin que venga a mi mente la pregunta de si lo estoy viendo porque refunfuño contra los urbanistas que lo plantaron ahí sin pensar que cuando estuviera en su mayor esplendor habría que tumbarlo, porque las aceras ya no sirven para transitar; o si me trae recuerdos de una vida anterior en la que fui un indio Warao que hacía casabe y por lo tanto era una india Warao que hacía casabe a la sombra de los árboles, y de ahí arranco a verme por dentro para medir hasta qué punto me interesan los Warao o los Yanomami o los Goajiros, o si sólo los considero parte del paisaje selvático y si tienen más derechos o algún derecho en esta revolución, como no sea el de permanecer impolutos en su monte sin ni siquiera una misión alfabetizadora o barrioadentrizadora, que por esos lares deben llamarse Selva Adentro o Monte Adentro.

Y me pregunto si en algún momento de mi vida, en las postrimerías de este siglo, transhumanizado a punta de prótesis y trasplantes e implantes e inyecciones, habré aprendido a actuar sin plan, sin prejuicio, sin temor, con total indiferencia digo yo, porque lo que pone a funcionar al observador interno como que es la ignorancia de por qué hago las cosas, y lo que le estimula la manía escrutadora es la curiosidad de saber por qué las hago. Sí, de aquí a allá el observador ni se ocupará del observado porque ya me conocerá al pelo y… ¡Claro! ¡Es eso! ¡Conocerme a mí mismo pone a dormir al observador! ¡Vaya, descubrí el agua tibia!: lo que no pudieron hacer todos los libros, o mejor dicho, todas las carátulas y contraportadas de libros de autoayuda que leí buscando uno que no dijera que el objetivo final es conocerse uno mismo, lo hizo el fastidio de observarme, que no es otra cosa sino la mejor manera de lograr ese conocimiento porque libros sobre mí mismo no debe haber muchos.

¡Ajá! ¿Y ahora qué hago? Descubrí al observador, su intención, su motivo, la forma de inmovilizarlo. ¡Ja ja! ¡Ahora puedo dedicarme a observar al que me observa! Observaré que me observa observar y seguramente se fastidiará de ser observado. ¡Será mi dulce venganza luego de todos estos años! ¿O empezaré a preguntarme si en lugar de dos somos tres: el que hace, el que observa al que hace y el que observa al que observa al que hace?

Simón
Marzo 14, 2006

martes, marzo 07, 2006

Aprendizaje de peatón

Esto de andar sin carro, por las razones que sean y que no vienen al caso porque quién me manda a divorciarme y eso será tema de otro escrito al que titularé Aprendizaje de divorciado, me ha hecho aprender muchas cosas que como conductor no veía o sí veía pero como si no. En primer lugar, como principio básico en el que se fundamentan las enseñanzas del deambular a pie por las calles de Caracas, que debe ser más o menos lo mismo que pasear por las calles de Socopó o de San Ignacio de Yuruaní pero con más gente, porque el tierrero en las calles es el mismo, los huecos iguales o mayores los de aquí, y los animales cruzando las calles casi igual, sólo que en esos pueblos pueden ser osos hormigueros o cunaguaros o venados o vacas andando en cuatro patas y aquí los animales van en cuatro ruedas y todos se creen unos tigres; decía pues que el principio básico es que los peatones llegaron (llegamos, porque ahora me incluyo en ese lote) primero, antes que los carros, antes que los automóviles, aunque ahora que lo digo ese criterio no tiene por qué conducir a una prevalencia de derechos de los peatones sobre los de los conductores, porque después cómo le respondo al que me viene a decir que los indígenas tienen derecho sobre los yacimientos de uranio del Amazonas porque ellos llegaron hace treinta mil años y nosotros los explotadores de recursos naturales con fines iraníes pacíficos llegamos hace apenas unos meses, o al que me arguye que el título de propiedad del terreno donde está el edificio donde está mi apartamento de la playa no vale porque el primer papel de propiedad que está registrado fue emitido en 1807 por un Capitán de la provincia de Nueva Andalucía que reportaba al gobierno español de la época y no por el jefe de los Cumanagotos que eran los pisatarios originales de esas tierras.

Pero no nos desviemos del objetivo inicial porque ya tenemos bastante con tener que desviarnos por una trocha de contingencia con tremendo talud casi vertical al lado que con cualquier lluviecita se nos viene abajo si la gramita esa que le sembraron no pega. El asunto es que los peatones somos más y por lo tanto… y por lo tanto… bueno, este argumento como que tampoco es muy bueno porque si a ver vamos eso de la democracia aquí se parece mucho más a la de los griegos en el tiempo de los griegos, porque para ellos el demo no era el perraje sino los que eran capaces de leer y entender lo que escribía Sócrates, y cuando sacaban la cuenta el demo era cuando mucho el quince por ciento de la población pero igual se hacían los griegos y seguían mandando y mandaban al ejército y mandaban a los demás a freír monos por más que fueran más y la cracia del demo no les hiciera mayor gracia. Pero lo cierto es que los peatones somos más y podemos atravesarnos en las calles y parar el tráfico sin que nos pongan multa, porque dime tú qué número de placa va a poner el fiscal en la boleta porque seguro que ni se atreve a mirarle el rabo a uno para ver si lleva y mucho menos si es una morena de ésas que tiene tremenda maleta porque le puede salir carterazo por pasao.

Pero mejor dejemos lo del principio básico para cuando haya pensado mejor el asunto y pasemos a lo de las enseñanzas, que las voy a decir en completo desorden alfabético para que no me discutan que si ésta es más importante que aquélla:

Primero: El deambular peatónico me ha enseñado que la inteligencia necesaria para manejar un vehículo automotor no es suficiente para entender que las franjas blancas que pintan en la calzada, transversales a la línea entre esquina y esquina, no son para disfrazar las calles de cebras o para que los conductores apuesten a pasar las ruedas por los espacios entre ellas o para que las comparen con el tamaño de las puertas del vehículo parándolo encima de ellas.

Segundo: Esa inteligencia tampoco es bastante como para entender que los escasos semáforos llamados de peatones que hay en la ciudad, no son para indicar a los conductores de vehículos que esa zona es como un polígono de tiro en el que las balas son los carros y los blancos son esos individuos que en lugar de cuatro ruedas tienen dos patas, para que les apunten con la estrellita o la palomita o la línea central del capó.

Tercero: Cuando la inteligencia necesaria para conducir un vehículo se suma a la disponibilidad económica suficiente para comprar una camioneta cuatro por cuatro o que parece cuatro por cuatro, la comprensión de para qué son las aceras disminuye a niveles casi imperceptibles, y que desde la ventana de uno de esos vehículos, los que circulan cerca se ven igualitos a los arbustos que son triturados con los cauchotes del vehículo cuando se explora una montaña para probar la mocha.

Cuarto: Cuando llueve, la inteligencia aquella se humedece, se oxida, se corroe y se disuelve hasta el punto de hacer imposible de entender a qué se debe que cuando el vehículo pasa velozmente por un charco ubicado cerca de la acera por donde caminan algunos peatones, salta una especie de catarata invertida y arqueada que impepinablemente cae sobre los mencionados caminantes y les deja la ropa como braga de mecánico pero empapada y ni te cuento del peinado de peluquería, y produce un pitico ensordecedor en los oídos de la mamá del conductor, encuéntrese donde se encuentre.

Quinto: El daltonismo es un defecto que no se descubre con las tarjeticas con puntos de colores que muestra el médico que emite el Certificado Médico de Conducir mientras está hablando por el celular o sacando la cuenta de cuánto se va a ganar con la cola de gente que tiene afuera esperando o conversando con la secretaria de qué vas a hacer esta tarde mi amor cuando terminemos con esto.

Sexto: Lo de instalar semáforos en las esquinas de las calles por donde circulan los vehículos automotores es una excusa para que se metan unos reales unos empresarios que los fabrican e instalan y unos alcaldes y concejales que los contratan, porque con tanto daltónico manejando da lo mismo que la luz esté en verde o en rojo o en el color que sea, que igual tienen los peatones que pasar corriendo y rogando a Yemayá que no me lleves en esta esquina por favorcito.

Séptimo: El acto de conducción de un vehículo afecta la percepción espacio-temporal y las facultades auditivas del conductor de manera que éste puede detenerse a echarle un piropo a una peatona que está más buena que el pan de piquito, y quedarse lelo viendo cómo se bambolean sus redondeces al caminar y no escuchar a los conductores que detrás de él le gritan expresiones admirativas sobre la parte externa del aparato genital de su progenitora, o a los otros peatones que ratifican esas expresiones mientras esperan que mueva su vehículo de las franjas blancas pintadas en la calzada, para poder llegar al otro lado de la calle, cosa imposible porque ya los otros conductores están pasando por los lados como alma que lleva el diablo, previa mirada fulminante al conductor piropeador.

Octavo: Los que deciden dónde pintar las franjas blancas, al terminar su jornada laboral agarran su carro para irse a casa y no tienen la menor idea de lo que es tener que caminar una cuadra entera para encontrar unas franjas de esas para cruzar la calle, y después tener que devolverse porque en la otra esquina se acaban las franjas y no hay por dónde cruzar a donde uno quiere ir.

Noveno: Los que deciden colocar barandas en medio de las calles para que los peatones no crucen, también tienen su carro para irse a casa o se van en la cola que les ofrecen los que deciden dónde pintar las franjas blancas.

Décimo: Los Alcaldes que en los años electorales deciden hacer todas las obras de ornato y mantenimiento que no hicieron en los años anteriores, cuando inspeccionan las obras y tienen que escalar los montículos de piedras, arena y escombros esparcidos en lo que queda de aceras, van rodeados de aduladores y encantadores de serpientes empecinados en convencerlos de que todo estará listo en la fecha prevista y antes de las elecciones, y ni cuenta se dan de que están caminando.

Penúltimo, y no por que no haya más de una docena de enseñanzas sino porque me voy a dedicar a analizar lo del principio básico: Los urbanistas y ecologistas que se oponen a que se corten las raíces de esos inmensos, ancianos y desubicados árboles que levantan las aceras de las calles de la ciudad capital y las transforman en retos para el Proyecto Cumbre, se parecen mucho a los que deciden dónde se pintan las franjas blancas o dónde poner las barandas aquellas, en cuanto a la forma de regresar a sus casas después de la jornada laboral.

Y último: Los que deciden construir aceras altas para retar a los de las cuatro por cuatro y mandan a poner unas rampitas cortas con inclinación de cuarenta y cinco grados para echárselas de amigos de los discapacitados, jamás en su vida se han montado en una silla de ruedas, ni siquiera cuando fueron niños y los llevaron a una clínica a visitar a ¡su madre que los parió!

SimónMarzo 07, 2006

jueves, marzo 02, 2006

Mi última mudanza

¡No vuelvo a mudarme!… por lo de las fotos y las cartas y los escritos; aunque al decirlo estoy consciente de que uno no debe jamás decir jamás ni más nunca porque en cualquier momento, mientras estás haciendo la cola para agarrar la trocha de contingencia, se mete en tu casa una familia de damnificados de la quebrada más cercana y te quedas sin nada o con nada y sin todo y tienes que buscar a dónde mudarte mientras el Tribunal resuelve, con las pocas cosas que te tiraron los invasores por la ventana, que normalmente son las fotos, las cartas y los escritos, si es que llegas antes que la cooperativa de aseo urbano.

Mis hijos -los que procreé y los que no pero que igual son míos- van creciendo y cada vez más quieren verme cada vez menos y olvídate de que duerman algún día de nuevo en mi casa, por más que el día de mi cumpleaños me hayan acompañado en cada uno de mis güisquis y les haya rogado que no se fueran manejando así, y así era peligroso para mí que ya estoy cerca de los sesenta pero no para ellos que todavía tenían energía como para salir de ahí e irse a continuar la rumba en el San Ignacio, y no necesariamente para seguir festejando el aniversario de la inolvidable fecha de mi nacimiento. Y por lo tanto, para qué tener un apartamento con ese cuarto de huéspedes en el que nunca se quedan y en el que nunca tendré un huésped, porque la verdad es que eso de tener a un extraño por menos extraño que sea metido en la casa y circulando por los pasillos en bata en el mejor de los casos mmm… total que ese cuarto sólo sirve para que lo limpie de vez en cuando una mujer de servicio porque el apartamento es demasiado grande como para limpiarlo yo solo, y no tanto lo grande como lo lleno de papeles y libros y ejemplares de la edición aniversario de todos los periódicos, que algún día leeré porque al parecer tienen unos artículos buenísimos y que son como imanes de polvo finito infinito que ni te cuento la estornudadera cuando se me ocurre pasarles un plumero. Y decido que ya está bueno de estar pagando auxiliar doméstica porque ya no se consiguen mujeres de servicio y las auxiliares son más caras no más por el nombre y vienen tan sólo que unas horitas al día, de las cuales dos frente al televisor viendo novelas mientras planchan dos camisas, y me cobran como si trabajaran el día sin parar de seis a seis; y paso un año completo buscando un apartamento nuevo porque los propietarios se volvieron locos y quieren vender o alquilar pero quieren ganarse todos los reales del mundo a costa de uno que anda buscando casa desesperado, y cuando lo consigo empiezo a recoger mis cosas y me digo que esta vez sí voy a botar el perolero que no necesito: las fotos, las cartas y los escritos… y los papeles de mis trabajos porque uno nunca sabe si le va a salir un empleo en el que vaya a necesitar los documentos de los trabajos que hizo durante todos estos años y ahí están todas esas carpetas, informes, folletos, dictámenes, copias de dispositivas de presentaciones, material de apoyo de cursos, cuadernos de apuntes, agendas, términos de referencia, oficios, memorandos y comprobantes de cobro de salario porque ve a saber cuándo se va a aparecer un loco denunciándolo a uno por corrupción porque dizque cobraba una millonada en sueldo en la época en que de bromita alcanzaba lo que cobraba para pagar los colegios y universidades de los que procreé y de los que no, porque todos se antojaron de universidades y colegios privados, privados de toda consideración a la hora de aumentar la matrícula.

Y abro el closet donde sé que están todos esos papeles y me pregunto qué será esa bolsa y la bolsa está llena de fotos, y ahí estoy yo, desnudo como Dios me trajo al mundo, en los brazos de mi abuela porque en Maracaibo hacía mucho calor y los pañales me producían salpullido y además quién se va a calar esa lavadera de pañales, sobre todo porque mi hermano apenas tiene veinte meses más que yo y echa más vaina que una mata de caraotas y no da tiempo de atendernos a los dos y mucho menos con la barriga que ya tiene mamá porque papá no masca. Y a mí me parecía que en lugar de calor hacía una brisa sabrosa, digo yo, porque ahí está la foto en el velocípedo y yo sonriendo con la espiga en la mano viendo cómo la brisa se llevaba las pelusitas. Y la tarjeta de invitación a mi bautizo, en papel pergamino con la marca circular donde una vez estuvo pegado un mediecito de plata; y la foto del abuelo que fue mi padrino de bautizo como si con eso le dieran unos años más de vida para que continuara mi formación católica si faltaban mis padres; las fotos de los abuelos paternos que no conocí o no recuerdo, Ángelo se llamaba él hasta que entró en el país y le quitaron la o para traducirle el nombre, para que ahora las autoridades consulares italianas no quieran reconocer que soy italiano porque dizque no saben si ese Ángel es el mismo Ángelo que nació en Licusati, de donde vienen todos los Saturno como si ahí hubiera caído la nave espacial o hubiera sido la sede de la residencia oficial del dios romano de la cosecha y la agricultura; y las fotos de las amigas de mamá y del hermano mayor de papá y todas esas fotos de gente que ya no recuerdo porque si alguna vez supe quiénes eran fue porque mamá me contó; y las fotos de mis hermanos y mis hermanas y yo con ellos en algunas, como si de verdad hubiera pasado buenos momentos con ellos cuando era niño, pero que no recuerdo como si hubiera querido borrar todos esos recuerdos o como si Alois hubiera estado a mi lado desde que yo era joven. Y entonces pienso en hacer un álbum genealógico con todas esas fotos organizadas en árbol para dejárselo a alguno de mis hijos, para que lo transforme en uno de esos objetos que no sabrá si botar o no cada vez que tenga que mudarse, porque creo que esa necesidad mía de saber de dónde vengo le aparecerá en algún momento del futuro a alguno de mis hijos… sin contar los cientos de diapositivas que ya no tengo cómo verlas porque ya no hay proyectores de ésos, que algún día haré pasar a medio electrónico y a papel para engrosar el álbum, por lo que nunca he querido botarlas, ni siquiera las que son de fotos malas que ni recuerdo de qué tratan o de qué sitio del mundo son o sí recuerdo de qué tratan y cuál es el sitio pero no recuerdo los nombres de ninguno de los que me rodean.

Las cartas… ya quedan pocas… o eran pocas. Las de mi prima que vive en Estados Unidos desde muchísimo antes de que el gentío quisiera irse para allá buscando oportunidades que el proceso le niega, en las que me cuenta del padre de su hija, de su hija, de su nieta y de su trabajo en un sindicato y de las latas que guarda para venderlas a la planta de reciclaje; la del bisabuelo dando consejos a la tía-abuela cuando se casó, que qué Manual de Carreño ni qué Manual de Carreño, hija mía, su misión es sumisión; la de mi amiga que vive en Milán y que trabaja en la fábrica de cauchos porque sabe de polímeros, a la que respondí con la carta en la que dibujé mi mano escribiendo la carta y ahí está la copia porque el dibujo me quedó buenísimo; la última epístola de mi amante francesa, de cuando estuvo en Guadalupe, tan cerca de aquí y a esas horas ya tan lejos de mi corazón; las cartas de mamá de cuando fui a hacer el postgrado en Francia, contándome del resto de la familia y mandándome recortes de periódicos para mantenerme a cuentagotas enterado de lo que pasaba en mi país; la única carta de mi hermana mayor contándome de sus problemas con su esposo, que no quería que ella estudiara ni trabajara; la carta de mi prima desde Nápoles en la que me dice ni se te ocurra venirte porque aquí todo es carísimo y desde que cayó el muro de Berlín esto se llenó de inmigrantes de Europa del Este y le están quitando el trabajo a los italianos; y mis cartas a mamá, respondiendo las suyas y que a su muerte pasaron a ser parte de mi herencia. Todas guardadas en ese maletín de cuero marrón, con sus bordes descoloridos y las cicatrices de donde una vez hubo un asa, esperando servir de algo cuando escriba mis memorias… si logro memorizarlas.

Y los escritos… los poemas de cumpleaños, los de las pasiones; los cuentos, desde los que escribí de adolescente y que guardó mamá junto con mis cartas como si hubiera sido la mayor coleccionista de mis escritos; los de criticar al gobierno de turno, los de terminar las relaciones amorosas, los de intentarlas, los de Navidad, los de finales inesperados, los infantiles, los ecológicos, los religiosos; y desde que apareció Internet, los correos electrónicos, impresos o guardados en disquetes y cidís, todos guardados en carpetas y maletines, esperando que algún día los ponga en fila, uno detrás del otro, fotos, cartas y escritos, porque ninguno pudo faltar y ninguno sobra, ni siquiera los que boté en algún momento para complacer a una amada celosa de mi pasado, porque que si yo quise más a aquélla que a ella y vives enganchado en el pasado, y yo que no pero que yo no sería el que soy si hubiera faltado uno solo de los eventos que quedaron inmortalizados en esas fotos, en esas cartas o en esos escritos, porque si hubiera faltado alguno me habría escapado por ese hueco interdimensional o sería mejor o peor pero no el mismo o no sería, pero eso no habría podido ser porque lo que no fue nunca pudo haber sido y nunca estuve a punto de hacer lo que no hice, y si me quedo con todos ellos será lo mejor, al igual que si los boto, pero como me fascina esa seguidilla de cosas causa-efecto que condujo a esta última mudanza desde el momento en que nací allá en Maracaibo -para escoger un momento desde el cual empezar a contar la historia- pues me quedo con ellos y ya casi lleno un cuarto con tantos papeles porque la cama no es tan alta y ya no le caben las cajas debajo.

Y como en cada mudanza se me van las horas recorriéndolos -las fotos, las cartas, los escritos- no me mudo más… a menos que sea necesario porque siempre se las arregla uno para inventar una excusa que se vea necesaria, o a menos que sea otro u otros los que me muden a un cajón barato y estrecho por unas horas, mientras se calienta el horno y me meten con todos mis papeles para que sirvan de combustible y me conviertan en cenizas porque les da cosa donarme a la universidad para que hagan tiritas de mi cuerpo en las cátedras de anatomía patológica, y después echen mis cenizas al viento por los lados de Galipán pero lejos de los restaurantes, no vaya a ser que venga yo a caer en un fondue o en un minestrón o en un goulash y en lugar de volverme uno con la brisa y las estrellas me vuelva varios con los comensales y me quede pegado en este mundo hasta que a ellos se les ocurra morir y mientras tanto seguir en el ciclo de las mudanzas pero con la corotera de otros.

Simón Saturno
Marzo 01/02, 2006

martes, febrero 14, 2006

Feliz Día de la Confusión

Recuerdo que hasta hace pocos años era simplemente el Día de los Enamorados y día de San Valentín. Algunos años aún más atrás, cuando yo era mucho más joven y despreocupado, era simplemente el Día de los Enamorados y nadie hablaba de ese santo, que a la luz de un abogado como yo no es ningún santo porque el tipo se la pasaba violando la ley y casando a los soldados romanos a escondidas, para que después los tipos fueran a la guerra agotados por estar prestando sus servicios a otra causa o por venir de la guerra de estar casados y tener que esconderlo y tener que calarse la cantaleta de la mujer de que tú escondes que estamos casados para después andar acostándote con cualquier mujer en esos pueblitos que invaden, y el soldado casado, que a lo mejor desde aquella época fue que empezaron a llamarlos soldados, no porque recibieran un sueldo por caerse a espadazos y escudazos con quien le diera la gana al César, sino porque desde que se casaban quedaban pegados a sus mujeres como si les hubieran echado soldadura, y el soldado casado le respondía a su mujer que tenía que esconderlo porque si no lo despedían del ejército por debilucho y después lo despediría ella por limpio, y además él no se acostaba con las mujeres de los pueblos que invadían sino que las violaba porque para acostarse hay que convencer y las invadidas no hablaban latín y además porque ésas eran las órdenes que recibían todos los soldados porque había que hacer crecer al imperio y consolidarlo y para ello no había nada mejor que dejar romanitos infiltrados en todas partes.

Lo cierto es que en aquella época de mis años mozos -la de hace unos añitos y aquí en Caracas, no la época del imperio romano- en el Día de los Enamorados todo era simple: uno sabía a quién tenía que llevarle un regalo, que normalmente era un papelito dibujado y escrito por uno mismo y entregado con mucha discreción a la destinataria para que no se enteraran los compañeros de estudio porque si no imagínate la chapa o la pelea con el compañero con el mismo blanco en la mira, o a lo sumo habían dos o tres destinatarias porque eso de tener más de un frente -lenguaje de soldado- era agotador, y con eso ya uno cumplía con la fecha. Más adelante se empezó a divulgar la especie de que el Día de los Enamorados era el día de San Valentín y uno empezó a pensar que eso era un invento gringo y el nombre hasta le sonaba a uno como de las orillas del Mississippi, y empezó la invasión de tarjetas rojas con los textos ya escritos y se inició la era de la flojera en el enamoramiento porque de ahí en adelante para qué andar exprimiéndose los sesos para inventar un texto original para bajarle las medias –entre otras cosas- a la mujer amada o para buscar un poeta desconocido que tuviera el mismo efecto descendiente, si simplemente se acercaba uno a la librería más cercana y ahí estaban las tarjeticas a las que tan sólo había que rellenar donde decía To: y From: o, si tenías suerte, donde decía Para: y De:.

Pero ahora resulta que el supuesto día de San Valentín, que me suena más a día de los valentines porque antes había que ser valiente para confesarle amor a una jeva pues se estaba metiendo uno en tremendo paquete que de incumplirlo podía significar la muerte o la castración a manos del padre de la susodicha porque cómo se atrevía uno a estar mancillando el honor etcétera; pero en estos tiempos ya no hay que ser tan valiente sino simplemente valentín porque la palabra amor ya se utiliza hasta para decir que te gustan las empanadas que hace la señora del quiosquito, y si un chamo le dice a una chama te amo, la destinataria del mensaje se queda como si nada y no importa si a la media hora está el mismo supuesto amante diciéndole a otra te amo con locura; pero como venía diciendo, ahora resulta que el Día de los Enamorados no sólo es de San Valentín sino que es día de la amistad y ahora todo el mundo quiere recibir una tarjetica roja con corazones y la lista de destinatarias se amplió a lista de destinatarios si aceptamos que las palabras en masculino abarcan a las féminas y a los machos y a los demás. Menos mal que existe Internet y con un solo mensaje puede uno matar setecientos pájaros, porque mete uno todas las direcciones en Bcc: o en Coo: y pone uno un texto ambiguo de esos que no saben si le estás diciendo que estás más buena que el pan de piquito y con gusto te demostraría que soy capaz de morir por ti porque el volcán que se despierta en mi pecho cada vez que te veo etcétera etcétera, o simplemente encantado de conocerte y recibe un saludo cordial en este día de no sé qué y la amistad.

Total, que el supuesto Día de los Enamorados, que al principio como que era día de Eros, transformado de Dios con todas las de la ley en gordito rosado con alas y flechitas inofensivas llamado Cupido por obra y gracias de la publicidad masificante y edulcorante, pasó a ser Día del Amor y la Amistad, y manda uno una tarjeta sin ninguna otra intención que la de cumplir con la fecha y no dejar a nadie por fuera para no herir susceptibilidades, y al rato se aparece en tu casa una que estaba en la lista porque alguna vez contestaste a todos un mensaje cursi y la dirección de la tipa se metió en tu lista de direcciones, con un ramo de rosas rojas y a mí que me incomoda que me regalen flores porque se me revuelve el macho que heredé de mi abuelo italiano que en paz descanse desde hace añísimos que ni lo conocí, y la tipa con los ojos aguados y uno con cara de extrañeza porque de parte de quién porque uno cree que es la mensajera de alguna floristería, y ¿ahora te vas a hacer el loco? te pregunta y tú maldiciendo injustamente al alemán como si el tipo te hubiera borrado el recuerdo de la larga relación que tuviste con esta desconocida que pretende entrar en tu casa con sus rosas y sus ojos aguados, y el Día de los Enamorados se convirtió en Día de la Confusión.

Simón
Febrero 14, 2006.

martes, febrero 07, 2006

Manchas

Esto de no tener un horario de trabajo me ha permitido caer en la autocontemplación. Y en una de ésas en que me autocontemplaba me di cuenta de que me están saliendo manchas en las manos. Al principio pensé ¡qué bonitas! porque se me parecían a las pecas, a las efélides de mi primera novia, que ésa sí es verdad que el alemán no la borra para nada, que las tenía marrones, negras y anaranjadas, diminutas y de miles de formas que yo me divertía en descubrir: que si una mariposa, un elefante, una araña, un corazón, un águila, un ojo con pupila y todo, un escarabajo de los de cuatro ruedas y pare usted de contar porque yo no paraba pues mientras ella más se divertía con mis descubrimientos más me permitía buscar en lugares más íntimos de la geografía multicolor de su piel y más se excitaba mi creatividad entre otras cosas, y veía ángeles y demonios, dragones y vacas, ovejas y osos, botellas y lámparas de Aladino, lobos y caperucitas y mientras más me acercaba a donde no debía acercarme más personajes de cuentos de hadas encontraba como si me fuera drogando con el aroma que mi imaginación me hacía percibir, porque su risa me daba cada vez más permiso para seguir.

Pero otra novia me dijo no seas iluso que ésas, las mías, son manchas de vejez y no pecas y mucho menos efélides como tú les dices, y entonces me alegré mucho más porque me dije que serían como las de mi madre, que las tenía más grandes que las de mi primera novia y de formas abstractas excepto las que parecían nubes o charcos de agua turbia o manchas de la luna, a las que yo me quedaba mirando mientras ella cocinaba o preparaba una torta y a veces eran cubiertas por los restos de la masa que amasaba para hacer arepas o torta de bolitas, como la vez que, teniendo yo entre siete y ocho años, logré dar una vuelta completa al patio de la casa de Las Palmas en bicicleta sin caerme y fui corriendo a compartir con ella la emoción de mi hazaña, y me la encontré con quién sabe qué mal humor encima convertido en frialdad a tal punto que ante mi relato entrecortado lo que contestó fue un qué bueno igualito a un mhmm o a un ajá, y entonces me quedé tieso de la decepción contemplando sus manos bajo el chorro de agua que quitaba la espuma de jabón e iba descubriendo aquellas nubes color de tormenta de tierra en el cielo color carne de su piel, o los charquitos de agua turbia en la arena beige rosada de sus manos, y aquello me parecía como una magia o como si Dios hubiera salpicado las manos de mi madre con sus pinceles cuando la hizo, y yo me veía las mías, blancas como la leche porque a esa edad no me había dado por echarme como lagartija a coger sol en la playa, y entonces corría nuevamente al patio, abría la llave de la manguera y hacía barro con la tierra de las cayenas de flores rojas y gota de néctar dulce por dentro, y me pintaba puntos y círculos y nubes y charcos hasta que lograba que mis manos fueran un remedo pequeño de las de mi madre, y entonces agarraba de nuevo la bicicleta para intentar dos vueltas al patio sin caerme aunque me distrajera por segundos viendo mis manchas que ya no eran de barro sino de mi misma piel, y luego tres vueltas y cuatro hasta que escuchaba el llamado a almorzar o cenar y me acercaba a la mesa y antes de que pudiera sentarme la orden de lavarse las manos hacía desaparecer la falsa magia que yo había construido.

Y tuve que esperar casi medio siglo para que la magia se hiciera de verdad y aparecieran en mis manos la Osa Mayor y Orión y un astronauta con su morral grandote de equipos y bombonas en su espalda y una fila de hormigas paralizadas en su camino a comerse mi muñeca izquierda, luego de haber remontado esa vena gruesa y azulada que el astronauta enfrenta ahora en su ruta, y una serie de letras en código Braile algo incomprensible sobre todo porque no sé leer código Braile, pero un día de éstos aprendo no vaya a ser que ahí esté el número de la lotería que me hará millonario, y según mi amiga que ya no es mi novia porque nuestros días se fueron llenando de manchas de otro tipo que las aguanta una amiga porque no se entera pero no una novia porque se la pasa enterándose, seguirán saliendo a menos que coma ajonjolí en ayunas y vitamina E para que las manchas no delaten el tiempo que llevo suspirando por las de las manos de mi madre, que en paz descanse desde hace tiempo, hasta el punto de enamorarme de pecas que se le parecen y prometer el cielo y las estrellas por verlas y tocarlas, y regalar flores por contarlas y recortar maripositas y cajitas de papel de las que me enseñó a hacer Pablo para descubrir sus formas, y después meterme en tremendos líos porque las pecas no lo son todo en la vida, porque supuestamente hay más que lo que uno ve, que no es lo que yo he visto, que es que lo que pasa es que hay cosas que uno no quiere ver hasta que no hay manera y no queda otra que decir adiós y dejar de ver las manchas de la piel, y a lo mejor las mías me las mandó Dios para que deje de estar buscándolas en otras pieles, aunque tendré que ver si puedo contagiar la diversión de encontrarles formas.

Simón Saturno
Febrero 07, 2006