miércoles, marzo 29, 2006

Una cola del Metrobús

Una muchacha de piel morena, brazos algo velludos, uñas largas, que mueve su cuerpo de vez en cuando como si recordara una melodía de salsa o reguetón. Una señora mayor de cabello canoso y largo, al que aún se le notan los restos de lo que fue un intento de esconder las canas bajo un tinte rojizo; su rostro y sus movimientos muestran el nerviosismo que le produce ejercer el derecho que por su edad tiene, de no hacer cola para abordar el autobús ni pagar el pasaje. Un hombre vestido con el uniforme todavía nuevo de la tienda donde trabaja; en su mano temblorosa lleva facturas de servicio telefónico que mira una y otra vez con expresión de preocupación y rabia. Otro hombre, de ropa desteñida y hombros caídos por el cansancio, escarba en sus bolsillos como buscando una moneda que le falta. Dos niñas en uniforme escolar conversan en voz baja hasta que la emoción les hace reír o hablar agitadas con caras traviesas. Una muchacha de cabello negro largo liso agarrado en cola por un nudo hecho de su propio cabello, coronado por una pinza en forma de mariposa; de vez en cuando voltea como si esperara la llegada de alguien; sus ojos se muestran húmedos como de llanto contenido. Un hombre joven, de rostro marcado por una cicatriz que se dibuja extrañamente sinuosa entre su pómulo izquierdo y la barbilla, aunque dejando indemnes sus labios prominentes; de vez en cuando se queda mirando a lo lejos, ensimismado, para luego de un sobresalto voltear de un lado al otro con nerviosismo. Dos mujeres, una con acento portugués y otra callada y con cara de fastidio, ambas con lunares oscuros y prominentes en sus caras; a la mayor le falta un diente incisivo superior, lo que le hace emitir un silbido ocasional cuando habla; apenas escucho lo que habla, pero algunas palabras parecen referirse a lo que la otra debe hacer frente a una situación. Un muchacho de raza negra, cabello cortado al ras, franela con un orificio de un centímetro de diámetro en su espalda; cuando voltea deja ver unas pestañas muy largas y un bigote corto; lleva un morral negro al frente, aprisionado entre sus brazos como si en él estuviera guardado todo lo que tiene en el mundo. Una adolescente más bien pasadita de peso, visiblemente apenada por ello, según se nota en su mirada esquiva cuando descubre que la veo; saca una y otra vez de su cartera una bolsa plástica transparente que contiene un pequeño frasco de un medicamento de etiqueta morada, emite un suspiro profundo y su mirada se dirige a sus pies, encorvando su espalda como con pesadumbre. Dos muchachos de pantalones azules, jean uno, mono sintético el otro, ambos con franela blanca de cuello azul rey, tal vez un uniforme, portando cada uno una especie de maletín plástico negro rectangular delgado, como los que sirven para llevar afiches o dibujos; conversan sobre un compañero despedido del trabajo y lo que consideraban su llanto exagerado ante la jefa de personal. Una pareja: ella, adolescente de cabello pintado de mechas doradas, de blusa ajustada muy corta y pantalón de talle muy bajo, que dejaban ver su vientre liso y un lunar pequeño en medio de su espalda apenas cubierta por vellos como la piel de un durazno; él, de igual edad y por ende de expresión más infantil, no deja de abrazarla como intentando tapar lo que la blusa y el pantalón dejan al descubierto, y pone cara de pocos amigos ante quienes miran a su chica. Yo, con mi libreta tomando notas y mi maletín negro colgado del cuello, a esta hora haciendo sentir su peso y la inutilidad de cargar muchas de las cosas que llevo dentro. Una chica de cejas gruesas y expresión pensativa, que se comunica con señas de ojos y sonrisas con una compañera de lentes pequeños, ojos pequeños, senos pequeños y vientre prominente, sus muñecas llenas de pulseras de fantasía plástica de tonos azules y negros; ambas echan miradas sobre mi hombro cuando escribo. Un muchacho de piel canela, cara sonriente, cabello largo estilo Rastafari, que se abanica incesantemente, como si su cabellera le acalorara; a veces su sonrisa desaparece y es sustituida por un rostro de entrecejo arrugado y mirada malvada. Una atractiva chica catira de lentes oscuros, primera vez que utiliza esta línea del Metrobús, dudosa de hacer la cola; decide comprar un helado al heladero que se acerca, justo en el momento en que el autobús llega; empieza a comer su helado rápidamente cuando la cola empieza a avanzar para entrar al autobús.

La cola avanza, llena de historias. El conductor recibe una chispa de cada una en las monedas y billetes que recibe para comprar los tiques; nadie, ni siquiera él, nota el minúsculo resplandor que producen las chispas en su mano, y el casi imperceptible temblor que produce la corriente que lleva la información de esas historias a su subconsiente. Él también tiene la suya, que se adivina angustiosa en este momento, pues su cara de enojo es por algo más que conducir en calles de tránsito lento bajo este sol ardiente. El autobús se llena hasta que la separación entre cuerpos desaparece y el pudor debe ser reprimido. Miro a la chica sentada a mi lado y con la mirada le pido excusas por invadir su espacio, empujado por la gente que se agolpa en el pasillo; ella me devuelve una leve sonrisa de comprensión y me le quedo mirando más de lo necesario; ella voltea hacia la ventana para cortar el instante de incomodidad. Una voz masculina, fuerte, protesta algo groseramente por la cantidad de gente que ha entrado en el autobús. Una señora mayor ha venido a sentarse casi a mis pies, mientras otra que le acompaña comenta que parece no haber caballeros en el autobús. La chica a mi lado hace el intento de pararse para cederle el puesto, pero la señora se niega y afirma estar bien donde está. Yo hago como si el comentario no fuera conmigo y sigo escribiendo. Mi historia, que hoy siento pesada y agobiante como una calina, parece querer esconderse tras las de otros, aún en una cola de Metrobús.

Simón Saturno
Caracas, marzo 28, 2006

martes, marzo 28, 2006

La comida más sabrosa

El que una comida sepa sabroso depende tanto de los ingredientes y de la preparación como del momento y lugar en donde se come y el estado emocional de quien la come. El mejor de los cocineros, luego de preparar un manjar con los más frescos y finos ingredientes, puede enfrentarse a que sus comensales le dejen la comida en el plato porque en el piso de arriba decidieron abrir huecos en la pared con un taladro que recuerda al dentista arreglando caries, o porque el dueño del restaurante decidió exponer fotografías de Spencer Tunick, o porque los clientes vienen de calarse una cadena interminable por radio y TV y hasta por los celulares, porque los diputados de la Asamblea pensaron que sería un buen regalo para el cumpleaños del líder promulgar una ley para poder hacer cadena también en los celulares… y eso, no hay estómago que lo aguante, ni que se lo adornen con langosta o pâté truffé.

Por eso las Lunas de Miel son indeseables para quienes gustan de la buena comida, o mejor dicho, quienes gustan de la buena comida y pasaron por una Luna de Miel, lo lamentarán mientras vivan con quien compartió con ellos esos días en que el mundo estuvo invadido por una niebla rosada, un sonido de campanas, un aroma de jazmín y caminos de nubes. Tal vez fue eso -alguna advertencia de ultratumba de mi padre- lo que me llevó a que mi Luna de Miel transcurriera en un hotel barato de la Colonia Tovar en el que la comida era bastante normalita, más bien tirando hacia lo mediocre, lo cual salvó mi vida gastronómica posterior de tener por siempre la referencia imbatible de esos días, como ocurre con quienes durante su experiencia neomarital deciden ir a los mejores restaurantes. Mis referencias invencibles se limitan a otros aspectos de la vida: Ya tú no eres tan espontáneo como al principio, me dice; me acuerdo que a cada rato me regalabas una flor. Claro, en la Colonia Tovar uno encuentra flores por doquier y yo las arrancaba y se las daba porque me gustaba como se reía con tantas flores silvestres en sus manos. Pero en Caracas hay que estar mosca para encontrar flores en el trayecto de la avenida Francisco de Miranda a La Trinidad o desde Los Cortijos hasta la esquina de Pajaritos. Si acaso encuentra uno unas matas de árnica con sus flores amarillas que se marchitan en un santiamén, o un lirio de flores rojas bellísimas en el jardín de un edificio con un guachimán al lado, a lo mejor no tan man pero sí bastante guachi guachi, así que no queda otra que ir a la venta de flores y sí, yo sé que le gustan, pero en el fondo sigue pensando que ya no soy tan espontáneo. En la Colonia, en los días del sonido de campanas, se encontraban pastelitos y galleticas por todos lados, y yo los compraba y se los daba en la boca porque me excitaba la manera en que me mojaba los dedos con sus labios, y nada de pensar en calorías y carbohidratos. Hoy, ya no tan joven como entonces, ni tan deportista, cualquier pastelito, además de que nunca es tan bueno como los de aquellos días, es un atentado contra su figura y una muestra de que lo que quieres es engordarme para después andar viendo rabos por ahí y cinturas delgaditas porque tu esposa parece una vaca, además de que la espontaneidad desaparece en el camino de la pastelería a la casa.

Pero me estoy saliendo del tema: el efecto de los factores distintos de la habilidad culinaria del chef y la calidad de los ingredientes. A propósito de éstos, me viene el recuerdo de mis cruzadas contra la harina de maíz precocida y la margarina. Contra la primera, por allá en los años sesenta, hice sentir ante mi madre mi formal protesta, por sustituir la masa hecha en casa, de maíz pilado cocido y molido en casa, por aquella harina precocida sin sabor ni textura, inventada con la excusa de rescatar el consumo de arepa venido a menos. Mi protesta fue debidamente ignorada, porque evitar el cocido y la molienda del maíz ahorraba una gran cantidad de trabajo. Volví a hacer sentir mi protesta cuando en lugar de comprar la masa de maíz pilado para hacer las hallacas en diciembre, mi madre decidió hacerla en casa con aquella harina, pero el resultado de mi protesta fue el mismo: total indiferencia. Mi cruzada contra la margarina, por allá por los setenta, duró sólo un día. Me puse de acuerdo con ocho amigos y nos fuimos a las areperas; hacíamos como si fuéramos a pedir una buena cantidad de arepas rellenas, con comentarios como yo me voy a comer por lo menos tres, pero entonces yo soltaba un ¡Alto! bien audible, ante el cual se detenía la preparación de las arepas, y yo preguntaba ¿Eso es mantequilla o margarina? ¡Margarina! contestaban enseguida porque en aquella época se había regado la especie de que la margarina era más sana, y todos nosotros al unísono gritábamos un ¿Qué! que hacía pelar los ojos y enmudecer a los empleados de la arepera, luego de lo cual salíamos del local sin comprar ni pagar nada, comentando casi a gritos que ya las arepas no eran lo mismo con esa grasa insípida. El espectáculo lo representamos en cinco areperas -en Colinas, Chaguaramos, La Castellana, la Andrés Bello y Quebrada Honda- y cuando fuimos a la sexta mis amigos se sentían muertos de hambre, se negaron a repetirlo y se comieron sus buenas arepas, hasta tres cada uno, untadas de margarina, y me hicieron pagar porque aquella cruzada era invento mío. Más nunca.

Una vez más me fui por las ramas como si Alois me trasformara en un Tarzán de las ideas. Recuerdo la época del cortejo a la que sería después mi segunda esposa. Nunca he vuelto a encontrar, ni siquiera en la misma pastelería, aquel pastel apenas dulce con forma híbrida entre caracol y cuerno, de láminas de hojaldre que yo deshojaba con los dedos y metía en la boca de mi amada hasta que no había más remedio que irnos a la cama. Ni el dulce árabe caliente y mórbido que una vez, una sola vez comimos en el Soledad. Tal vez ha seguido en el menú, pero ninguna de las descripciones de los postres encaja con las sensaciones que aquella única vez nos produjo y que seguimos recordando con nostalgia.

Y es que pareciera que la pasión amorosa es como el glutamato monosódico pero sin sus efectos secundarios -cancerígeno cuando se consume en un mes una cantidad superior al peso de la persona, según revelan los estudios con ratas y gusanos de palma- pues resalta hasta lo inigualable el sabor de las comidas, sobre todo si son consumidas en primera vez: primera vez que se come o primera vez que se come en un sitio. De ahí en adelante no habrá cachapa como las de La Unión o sushi como el de la taguarita de La carlota, ni comida china como la del restaurante que llamábamos Kuan We porque nunca pude recordar su nombre, o Martinis como los del Paseo o pescado frito como el de La Restinga.

Total, que entre lunas de miel -porque si se te ocurre la genial idea de casarte más de una vez tendrás varias, y en esto se parecen las lunas de miel a las suegras, pues las esposas pasan pero ellas se acumulan- entre lunas de miel, decía, y primeras veces, el menú de platos que podrán impactarte se va reduciendo por desaparición de los normales, los típicos y los internacionales, y no hay más alternativa que acudir a las exquisiteces -que si buñuelos de plátano rellenos de crocante de pargo con lluvia de ajonjolí tostado y salsa balsámica, o salteado de atún con tiritas de jalapeño en chip de plátano verde- lo cual te conduce a restaurantes caros y a grandes desilusiones porque el pastel tostado de maíz embutido de briznas de carne con coulí crudo de aguacate y tomate verde no era sino una simple arepa de carne mechada con guasacaca.

Y Alois pareciera ser impotente ante esos recuerdos gastronómicos de referencia, porque se me puede olvidar si me acabo de lavar los dientes porque no sé si el sabor que tengo en la boca es menta de crema dental o es huevos con tocineta del desayuno que acabo de comer, pero jamás olvidaré las empanadas de cazón que me comí contigo mi amor en el mercado de Conejeros de Porlamar al lado de todos esos frascos de frutas picadas. Y entonces pienso que lo mejor ante la ruina económica que promete la búsqueda de exquisiteces, es vivir cada momento como si fuera la primera vez, y con cada pareja como si fuera Luna de Miel, sin recordar momentos pasados… Quién sabe, a lo mejor al final de mis días pueda, aunque sea acompañado únicamente por Alois, volver a saborear una cachapa como nunca la he comido.

Simón Saturno.
Caracas, marzo 28, 2006

lunes, marzo 27, 2006

Regular vivienda

El mercado inmobiliario está enloquecido. Dos apartamentos iguales ubicados en el mismo piso del mismo edificio pueden venderse en precios uno el doble del otro. Y claro, yo los que consigo son los del precio doble. Y el principal responsable de la locura es… ¿adivinan?... ¡Claro! ¡El gobierno! Porque ahora un rancho a medio caerse en una zona a punto de derrumbarse vale… ¡cincuenta millones! Ésa es la cantidad que el gobierno entrega, luego de mucho rogar, a los habitantes de una zona de riesgo de deslizamiento, para que se muden a otro lado. Y éstos, ni gafos que fueran, se niegan a aceptar la limosna porque saben que con eso lo único que pueden comprar es otro rancho a punto de caerse en otra zona de riesgo, y encima tienen que pagar al camión de mudanzas que les llevará los corotos, con lo cual quedarán más pobres que antes y con la misma angustia de que el rancho les caiga encima con cualquier llovizna. Uno podría pensar que no les pasa por la cabeza que los cincuenta millones son una buena cuota inicial para una vivienda mejor, como lo serían para mí, pero la irregularidad y la insuficiencia de sus ingresos sólo les hacen ver la única opción: la compra de contado.

Y si un rancho en tales condiciones cuesta cincuenta millones ¿cuánto puede costar la regular vivienda que ando buscando, una casita con jardincito plano y bien sustentado, sin peligro de agrietarse y derrumbarse, en la Gran Caracas? Resulta pues que lo que tengo no me alcanza ni para la cuota inicial, que creía tenerla hasta el día en que el gobierno empezó a ofrecer aquella cantidad por las precarias viviendas de los cerros inestables. Ahora la cuota inicial de la casita que busco se montó por las alturas de las nueve cifras bajas, como dice mi banco cuando da una referencia, aunque cuando la ha dado de mi cuenta no llega a las seis cifras medias.

En vista de la catástrofe económica en que me ha sumido el precio mínimo así establecido en el mercado de viviendas, decidí irme a las colas de CONAVI en Las Mercedes para ver si me metía en esa rifa, o para ver cómo conseguía mi numerito. Muy fácil, me dijeron, consíguete un Certificado de Damnificado. ¡Ay, papá! dije yo, ¡qué manguangua! Tengo sopotocientos amigos y familiares que pueden dar fe de lo damnificado que estoy, con todas las de la Real Academia de la Lengua, porque soy víctima de grave daño de carácter colectivo, pues yo no soy el único que anda en esta pelazón desde que utilizan las famosas listas para dar trabajo, o para negar trabajo. Bájate de esa nube, me dijeron, porque los Certificados de Damnificado los otorga el gobierno entre escombros a pie de cerro, y para eso tienes que tener un rancho a punto de caerse y de matar por lo menos tres votos, a no ser que quieras comprar un Certificado, que seguramente los venden, y, claro, deben estar aumentando cada día de precio apuntando a los cincuenta millones y vas en góndola porque te ahorras el camión de mudanza, así que apúrate.

Mientras tanto los reales de la cuota inicial van esfumándose poco a poco por estar pagando el apartamento alquilado donde vivo, supuestamente regulado desde hace años. Pero la regulación lo que hace es incentivar la imaginación de los propietarios y de los que buscan un inmueble donde vivir, que inventan combinaciones de comodatos y giros, arrendamientos y letras, arrendamientos con pago de condominio, arrendamientos con pago de muebles (un escaparate carcomido por los comejenes y los años y una lavadora incapaz de hacer un ciclo completo sin hacerse la muerta a medio camino), contratos de un año sin prórroga y renovación con nuevo canon, arrendamiento sin contrato, pagos por traspasos, cuota por la llave y quién sabe qué otras figuras jurídicas más que al final lo que hacen es hacer todo más caro, más incierto y más angustiante.

Por fin, cuando vi mi cuenta bancaria en descenso inversamente proporcional al aumento de la cuota inicial, fui a donde mi amigo el economista para ver en qué estaba equivocándome al sacar las cuentas, y mi amigo el economista me dijo que mis cuentas estaban bien; llegué a pensar que ya no era mi amigo porque me dejó deprimido y perplejo, porque la conclusión es que tengo dos opciones: seguir matándome exponencialmente otro cerro de años para tratar de alcanzar la cuota inicial, o mudarme para un cerro empinado durante un par de inviernos, claro está, escogiendo bien el cerr… ¡Epa! ¡Para qué soy ingeniero sino para ingeniármelas? ¡Amigos, les invito a invertir en una empresa de estudios de suelos, certificadora de terrenos de alto riesgo, óptimos para construir ranchos con garantía de derrumbe en pocos meses! Para constituir la empresa necesito un ingeniero de suelos para que me diga cuáles son los terrenos inestables; un periodista para que anuncie y denuncie los inminentes derrumbes; un contador para que lleve los libros porque tampoco es que vamos a montar una pulpería; un guapo de barrio que se atreva a adentrarse en el bulevar de Sabana Grande, el de Catia y el Centro Simón Bolívar ofreciendo los terrenos certificados garantizados para construir ranchos de corta vida; y unos inversionistas para reunir los reales para comprar el equipo de estudio de suelos, la computadora para hacer simulaciones de deslizamiento de los terrenos y ponerle precio a los terrenos en función de la cortedad de sus vidas, y la impresora para emitir los certificados y las garantías. El primer terreno certificado será destinado a pagar dividendos de los socios, a menos que éstos quieran construir en él, lo cual no es mala idea. Será una empresa de interés social porque es de interés de los socios, y para mayor seguridad de éxito tendrá la forma de cooperativa porque cada uno de ustedes estará cooperando para que yo tenga mi regular vivienda en un futuro próximo. Gracias, amigos. Les llamaré para la firma en el registro.

Simón
Marzo 27, 2006

domingo, marzo 19, 2006

Mundo borroso

El mundo se ha ido poniendo cada vez más borroso. Al principio, guiado por esa manía que tenemos algunos pocos seres humanos -de la que no me siento orgulloso por más que contribuya a hacer la vida más larga o sentirla más larga- de tapar el sol con un dedo o escapar de los problemas haciéndose los locos, hice caso a los oftalmólogos, que me hablaban de hipermetropía, miopía, astigmatismo, presbicia, glaucoma, hipertensión ocular y no sé cuántas dolencias más que supuestamente se combinaban con la opacidad de la córnea prestada a mi accidentado ojo izquierdo para producirme una especie de niebla ante todo lo que se atravesaba en mi campo visual. Pero a medida que avanzo hacia mi primer siglo de vida, a una velocidad que me doy cuenta de que es siempre la misma por más que lo difuso del mundo que me rodea me haga creer a veces que no es así (60 segundos por minuto; 60 minutos por hora; veinticuatro horas por día; trescientos sesenta y cinco días y seis horas por año; cien años por siglo… por lo que sé hasta ahora), me convenzo de que el ser humano va desarrollando con el tiempo la capacidad de ver algo más que el “cuerpo físico” de las cosas -incluyendo en este término a humanos, inhumanos, transhumanos, animales, virus, plantas, minerales, sus combinaciones simbióticas y parasitarias y demás seres vivos en cualquiera de sus estados, sólido, líquido, gaseoso, plasma y ectoplasma- pero como no le han enseñado que eso es posible y no sólo una excepción que se manifiesta en espiritistas, mediums, videntes, iluminados y charlatanes, acude a los oftalmólogos para que le inventen una de vaqueros para no tener que poner en duda lo aprendido a lo largo de toda su vida, lo cual por lo general tiene consecuencias depresoras terribles.

Parece ser, y sólo parece ser porque hasta ahora la palabra de los bebés de menos de cinco años no es del todo confiable, pues uno no sabe si los amigos invisibles que dicen tener son inventados o realmente existen, parece ser decía, que la gente nace con la capacidad de ver el desvanecimiento del mundo, pero con tanto que lo corrigen a uno papá, mamá, abuelas, abuelos, tíos, tías y todo pariente que aunque tenga apenas unos días más de edad ya se cree con autoridad para decirle a uno no tú no estás viendo una nube sino a tu abuela, terminan por convencerlo de que lo único que existe es lo llamado “físico”. Claro, más adelante, cuando el cuento de lo puramente físico empieza a agrietarse por incoherente con el día a día, le meten el cuento de los fenómenos paranormales o el de los espíritus, su gran variedad de formas de manifestación, sus poderes, sus milagros, y el pastel que se forma en la cabeza es un pesado mapa agarrado con alfileres que a la menor brisita se descuelga y se va al piso, y termina uno acostado en el diván de un psicoanalista que trata de disfrazar sus servicios con el cuento de la relación analista-paciente que no se puede romper así como así y hasta puede durar años porque casi vamos a ser hermanos y no se olvide pagar puntualmente incluso las sesiones a las que no viene; o yendo a donde un psiquiatra que te llena el estómago de pepas y el cerebro de efectos secundarios, primarios y terciarios, algunos con éxito porque empiezas a ver borroso, pero en ese momento te mandan al oculista, que te manda a eliminar las pepas que te mandó el otro, y empiezas a sentirte como pelota de ping pong yendo del uno al otro dizque buscando la combinación ideal de pastillas psiquiátricas y oftalmológicas, hasta que te destrozan el estómago, el hígado, el páncreas y las tripas y vuelves a empezar a ver borroso, pero meten a un tercero en el juego, que es el gastroenterólogo, y se reinicia el ping pong pero con tres raquetas. Con el tiempo van apareciendo más raquetas hasta que no hay lado de la mesa por donde escapar.

Pero resulta que las incoherencias del pesado mapa mental son tantas que terminan siendo pruebas irrefutables de la difuminación del planeta y el universo entero, porque si no dime tú a qué se debe que cada vez sea más la gente que no entiende lo que está pasando y prefiere quedarse encerrada en casa sin importarle lo que sucede a su alrededor, excepto si lo pasan en televisión o lo averigua por Internet, y por aquí mejor porque se entera cuando le da la gana y si lo ve borroso dice que es un efecto especial que le parece bonito o feo pero siempre irreal y no interfiere con su esquema mental, y si le parece que va a interferir cambia para otra página Web por más que le aparezcan popups fastidiosos; o dime tú por qué cada vez es más la gente que cree que está unida a otras personas por lazos invisibles que no puede romper por más que lo intente, o que piensa que el aletear de una mariposa en Japón (¿sólo en Japón aletean las mariposas capaces de tales efectos?) puede producir la conversión al Islamismo de un comandante en Venezuela; o por qué se te paran los pelos cuando se te paran los pelos como si hubiera cerca un imán de vellos, sin que estés pasando por encima de una central de generación de electricidad; o por qué presientes que alguien se va a aparecer y se aparece. La respuesta es la desintegración de todo, que produce una especie de niebla alrededor de cada cosa, como una nube de sudor o de aroma, alrededor de lo que entendemos como superficie, que hace que el contorno sea difuso, impreciso… borroso.

Y creo que el espesor de esa niebla está aumentando en cada cosa, en cada uno de nosotros; de eso me doy cuenta en cada encuentro con amigos, con compañeros de trabajo, con extraños, en la calle, en la casa, dondequiera, o cuando veo la luna o las estrellas; de tal manera que la niebla alrededor de uno empieza a confundirse con la del otro cercano, con la del que pasa por el lado, con la de la silla en que se sienta, y todos empezamos a formar parte de una sola nube, una sola gran nube, una sola y única gran nube.

Desde hace días guardé mis lentes en sus estuches. Estuve a punto de botarlos… corrijo: no los boté, porque uno nunca sabe cuándo me va a dar por chuparme un dedo y volver a las andanzas. Los lentes son filtros que no dejan pasar la luz proveniente de la nube. Algún día, cuando todo esté al extremo de lo borroso, cuando todo sea por fin una sola nube homogénea, los lentes de toda la gente no dejarán pasar nada; filtrarán todo y cuando la gente se los quite no verá diferencia alguna; pensarán que se quedaron ciegos y cuando intenten volver a colocárselos en la nariz sólo encontrarán una niebla inconsistente y escucharán el sonido de los lentes estrellándose contra el piso. Tal vez ese ruido les haga entender.

Simón Saturno
Marzo 19, 2006

martes, marzo 14, 2006

Mi dulce venganza

La observación de mí mismo se ha venido convirtiendo en una obsesión perturbadora. Al principio me pareció fascinante y divertida… claro, tenía apenas unas horas de nacido y aquellas dos masas carnosas con cinco gusanitos cada una que se movían frente a mi cara y que la rasguñaban, excepto cuando se aparecían disfrazadas con cubiertas de lana, me parecían divertidas y emocionantes. Dejaron de serlo cuando entendí que eran mis manos y que los gusanitos eran mis dedos y que podía moverlos a mi antojo, aunque seguían siendo emocionantes porque igual podían rasguñarme si me descuidaba y si mamá no me cortaba las uñas regularmente.

Cuando descubrí el poder de mi llanto, basado sobre todo en que mis padres reaccionaban como principiantes, como si mi hermano mayor no hubiera dado quehacer unos meses atrás, me sorprendía yo mismo al observarme llorando a moco tendido por el solo motivo de sentirme fastidiado porque ya estaba harto de chupar los dedos de mis pies o porque no podía quitarme los escarpines. Bueno, la verdad es que el llanto nocturno fue cosa de todos y cada uno de los días durante mi primer año de vida, lo cual les hacía dudar de si la salud que dejaban ver mis rollizos brazos y piernas era sólida y si tenía alguna grieta en algún lado. En su búsqueda de las causas de mi llanto desenfrenado, mamá me fue quitando uno a uno el gorro de lana, los guantecitos, los escarpines, el chalequito, el mono y me dejó con una simple franelita de algodón o desnudo. Yo reía con la eliminación de cada una de las piezas de vestimenta y la liberación hacía disminuir la intensidad de mi llanto; algo dentro de la cabeza de mamá le decía que aquella indumentaria era apropiada para los inviernos de la madre patria pero no para Maracaibo. La desnudez me permitió no sólo posar para el fotógrafo aficionado que era papá, sino divertirme por un tiempo contemplando mi cuerpo, además de que resultaba todo un alivio en el calor sofocante de las tardes de aquella ciudad, pues pocas veces podía disfrutar de la brisa, metido como me tenían casi siempre en mi moisés o en la cuna. El observarme llorando producía una paralización repentina de mi llanto. Al principio mi abuela y mamá estuvieron extrañadas por esas interrupciones súbitas de mis llantos, a veces seguidas de carcajadas al descubrirme en tales faenas manipuladoras, pero cuando la autoobservación empezó a adelantarse a mi intención y me impidió llorar por pendejadas, se contentaron de tener un bebé tan tranquilo… ¡Claro, la procesión iba por dentro!

Hoy en día, luego de todos estos años de observación, la cosa me está cansando. Con el paso del tiempo se ha venido concretando una disociación entre el que observa y el observado. La diferenciación es nítida, palpable, como si un ser invisible estuviera pegado a mi espalda. Prácticamente no hay acto de mi vida donde ese alguien que observa no esté pendiente, instalados sus ojos en la parte trasera de mi cráneo como si fuera un conductor de esos autos de pique largos de ruedas delanteras delgadas que tienen el motor justo delante del puesto del chofer, anotando cuándo me las echo, cuándo me hago la víctima, cuándo me pongo testarudo, si me deprimo, si me enojo, si me alegro, si lloro, si río, si no entiendo y hago como que sí, si coqueteo, si le doy muy rápido o si voy lento, si estoy estresado o tranquilo, si me duele la cabeza o el riñón o las articulaciones, si no me duele nada, si escribo, si no escribo, si tengo calor o frío o nada de eso, si siento o no siento o me siento, si me emociono o no, si soy indiferente o diferente. Total que de tanto observarme o que me observe el conductor si es que es otro, lo que siento es que la espontaneidad se fue pa’l carrizo y ya no puedo ni sudar sin preguntarme si lo hago porque mi cuerpo está utilizando un mecanismo para refrescarse o si me bajó la tensión o es nerviosismo y por qué estoy nervioso o hipotenso, en lugar de dejar que el cuerpo eche agua y sales pa’ afuera y ya; y ya no puedo mirar a una mujer de formas voluptuosas y pantalón apretado que pasa por mi lado sin preguntarme si soy fiel o soy polígamo por naturaleza o por convicción religiosa o por decisión, si tengo disfunción eréctil o ya no es suficiente un buen rabo y unos muslotes y un caminar cadencioso para excitar mi imaginación etcétera; y ni siquiera solazarme con el jabillo inmenso que da sombra en la esquina de la casa sin que venga a mi mente la pregunta de si lo estoy viendo porque refunfuño contra los urbanistas que lo plantaron ahí sin pensar que cuando estuviera en su mayor esplendor habría que tumbarlo, porque las aceras ya no sirven para transitar; o si me trae recuerdos de una vida anterior en la que fui un indio Warao que hacía casabe y por lo tanto era una india Warao que hacía casabe a la sombra de los árboles, y de ahí arranco a verme por dentro para medir hasta qué punto me interesan los Warao o los Yanomami o los Goajiros, o si sólo los considero parte del paisaje selvático y si tienen más derechos o algún derecho en esta revolución, como no sea el de permanecer impolutos en su monte sin ni siquiera una misión alfabetizadora o barrioadentrizadora, que por esos lares deben llamarse Selva Adentro o Monte Adentro.

Y me pregunto si en algún momento de mi vida, en las postrimerías de este siglo, transhumanizado a punta de prótesis y trasplantes e implantes e inyecciones, habré aprendido a actuar sin plan, sin prejuicio, sin temor, con total indiferencia digo yo, porque lo que pone a funcionar al observador interno como que es la ignorancia de por qué hago las cosas, y lo que le estimula la manía escrutadora es la curiosidad de saber por qué las hago. Sí, de aquí a allá el observador ni se ocupará del observado porque ya me conocerá al pelo y… ¡Claro! ¡Es eso! ¡Conocerme a mí mismo pone a dormir al observador! ¡Vaya, descubrí el agua tibia!: lo que no pudieron hacer todos los libros, o mejor dicho, todas las carátulas y contraportadas de libros de autoayuda que leí buscando uno que no dijera que el objetivo final es conocerse uno mismo, lo hizo el fastidio de observarme, que no es otra cosa sino la mejor manera de lograr ese conocimiento porque libros sobre mí mismo no debe haber muchos.

¡Ajá! ¿Y ahora qué hago? Descubrí al observador, su intención, su motivo, la forma de inmovilizarlo. ¡Ja ja! ¡Ahora puedo dedicarme a observar al que me observa! Observaré que me observa observar y seguramente se fastidiará de ser observado. ¡Será mi dulce venganza luego de todos estos años! ¿O empezaré a preguntarme si en lugar de dos somos tres: el que hace, el que observa al que hace y el que observa al que observa al que hace?

Simón
Marzo 14, 2006

martes, marzo 07, 2006

Aprendizaje de peatón

Esto de andar sin carro, por las razones que sean y que no vienen al caso porque quién me manda a divorciarme y eso será tema de otro escrito al que titularé Aprendizaje de divorciado, me ha hecho aprender muchas cosas que como conductor no veía o sí veía pero como si no. En primer lugar, como principio básico en el que se fundamentan las enseñanzas del deambular a pie por las calles de Caracas, que debe ser más o menos lo mismo que pasear por las calles de Socopó o de San Ignacio de Yuruaní pero con más gente, porque el tierrero en las calles es el mismo, los huecos iguales o mayores los de aquí, y los animales cruzando las calles casi igual, sólo que en esos pueblos pueden ser osos hormigueros o cunaguaros o venados o vacas andando en cuatro patas y aquí los animales van en cuatro ruedas y todos se creen unos tigres; decía pues que el principio básico es que los peatones llegaron (llegamos, porque ahora me incluyo en ese lote) primero, antes que los carros, antes que los automóviles, aunque ahora que lo digo ese criterio no tiene por qué conducir a una prevalencia de derechos de los peatones sobre los de los conductores, porque después cómo le respondo al que me viene a decir que los indígenas tienen derecho sobre los yacimientos de uranio del Amazonas porque ellos llegaron hace treinta mil años y nosotros los explotadores de recursos naturales con fines iraníes pacíficos llegamos hace apenas unos meses, o al que me arguye que el título de propiedad del terreno donde está el edificio donde está mi apartamento de la playa no vale porque el primer papel de propiedad que está registrado fue emitido en 1807 por un Capitán de la provincia de Nueva Andalucía que reportaba al gobierno español de la época y no por el jefe de los Cumanagotos que eran los pisatarios originales de esas tierras.

Pero no nos desviemos del objetivo inicial porque ya tenemos bastante con tener que desviarnos por una trocha de contingencia con tremendo talud casi vertical al lado que con cualquier lluviecita se nos viene abajo si la gramita esa que le sembraron no pega. El asunto es que los peatones somos más y por lo tanto… y por lo tanto… bueno, este argumento como que tampoco es muy bueno porque si a ver vamos eso de la democracia aquí se parece mucho más a la de los griegos en el tiempo de los griegos, porque para ellos el demo no era el perraje sino los que eran capaces de leer y entender lo que escribía Sócrates, y cuando sacaban la cuenta el demo era cuando mucho el quince por ciento de la población pero igual se hacían los griegos y seguían mandando y mandaban al ejército y mandaban a los demás a freír monos por más que fueran más y la cracia del demo no les hiciera mayor gracia. Pero lo cierto es que los peatones somos más y podemos atravesarnos en las calles y parar el tráfico sin que nos pongan multa, porque dime tú qué número de placa va a poner el fiscal en la boleta porque seguro que ni se atreve a mirarle el rabo a uno para ver si lleva y mucho menos si es una morena de ésas que tiene tremenda maleta porque le puede salir carterazo por pasao.

Pero mejor dejemos lo del principio básico para cuando haya pensado mejor el asunto y pasemos a lo de las enseñanzas, que las voy a decir en completo desorden alfabético para que no me discutan que si ésta es más importante que aquélla:

Primero: El deambular peatónico me ha enseñado que la inteligencia necesaria para manejar un vehículo automotor no es suficiente para entender que las franjas blancas que pintan en la calzada, transversales a la línea entre esquina y esquina, no son para disfrazar las calles de cebras o para que los conductores apuesten a pasar las ruedas por los espacios entre ellas o para que las comparen con el tamaño de las puertas del vehículo parándolo encima de ellas.

Segundo: Esa inteligencia tampoco es bastante como para entender que los escasos semáforos llamados de peatones que hay en la ciudad, no son para indicar a los conductores de vehículos que esa zona es como un polígono de tiro en el que las balas son los carros y los blancos son esos individuos que en lugar de cuatro ruedas tienen dos patas, para que les apunten con la estrellita o la palomita o la línea central del capó.

Tercero: Cuando la inteligencia necesaria para conducir un vehículo se suma a la disponibilidad económica suficiente para comprar una camioneta cuatro por cuatro o que parece cuatro por cuatro, la comprensión de para qué son las aceras disminuye a niveles casi imperceptibles, y que desde la ventana de uno de esos vehículos, los que circulan cerca se ven igualitos a los arbustos que son triturados con los cauchotes del vehículo cuando se explora una montaña para probar la mocha.

Cuarto: Cuando llueve, la inteligencia aquella se humedece, se oxida, se corroe y se disuelve hasta el punto de hacer imposible de entender a qué se debe que cuando el vehículo pasa velozmente por un charco ubicado cerca de la acera por donde caminan algunos peatones, salta una especie de catarata invertida y arqueada que impepinablemente cae sobre los mencionados caminantes y les deja la ropa como braga de mecánico pero empapada y ni te cuento del peinado de peluquería, y produce un pitico ensordecedor en los oídos de la mamá del conductor, encuéntrese donde se encuentre.

Quinto: El daltonismo es un defecto que no se descubre con las tarjeticas con puntos de colores que muestra el médico que emite el Certificado Médico de Conducir mientras está hablando por el celular o sacando la cuenta de cuánto se va a ganar con la cola de gente que tiene afuera esperando o conversando con la secretaria de qué vas a hacer esta tarde mi amor cuando terminemos con esto.

Sexto: Lo de instalar semáforos en las esquinas de las calles por donde circulan los vehículos automotores es una excusa para que se metan unos reales unos empresarios que los fabrican e instalan y unos alcaldes y concejales que los contratan, porque con tanto daltónico manejando da lo mismo que la luz esté en verde o en rojo o en el color que sea, que igual tienen los peatones que pasar corriendo y rogando a Yemayá que no me lleves en esta esquina por favorcito.

Séptimo: El acto de conducción de un vehículo afecta la percepción espacio-temporal y las facultades auditivas del conductor de manera que éste puede detenerse a echarle un piropo a una peatona que está más buena que el pan de piquito, y quedarse lelo viendo cómo se bambolean sus redondeces al caminar y no escuchar a los conductores que detrás de él le gritan expresiones admirativas sobre la parte externa del aparato genital de su progenitora, o a los otros peatones que ratifican esas expresiones mientras esperan que mueva su vehículo de las franjas blancas pintadas en la calzada, para poder llegar al otro lado de la calle, cosa imposible porque ya los otros conductores están pasando por los lados como alma que lleva el diablo, previa mirada fulminante al conductor piropeador.

Octavo: Los que deciden dónde pintar las franjas blancas, al terminar su jornada laboral agarran su carro para irse a casa y no tienen la menor idea de lo que es tener que caminar una cuadra entera para encontrar unas franjas de esas para cruzar la calle, y después tener que devolverse porque en la otra esquina se acaban las franjas y no hay por dónde cruzar a donde uno quiere ir.

Noveno: Los que deciden colocar barandas en medio de las calles para que los peatones no crucen, también tienen su carro para irse a casa o se van en la cola que les ofrecen los que deciden dónde pintar las franjas blancas.

Décimo: Los Alcaldes que en los años electorales deciden hacer todas las obras de ornato y mantenimiento que no hicieron en los años anteriores, cuando inspeccionan las obras y tienen que escalar los montículos de piedras, arena y escombros esparcidos en lo que queda de aceras, van rodeados de aduladores y encantadores de serpientes empecinados en convencerlos de que todo estará listo en la fecha prevista y antes de las elecciones, y ni cuenta se dan de que están caminando.

Penúltimo, y no por que no haya más de una docena de enseñanzas sino porque me voy a dedicar a analizar lo del principio básico: Los urbanistas y ecologistas que se oponen a que se corten las raíces de esos inmensos, ancianos y desubicados árboles que levantan las aceras de las calles de la ciudad capital y las transforman en retos para el Proyecto Cumbre, se parecen mucho a los que deciden dónde se pintan las franjas blancas o dónde poner las barandas aquellas, en cuanto a la forma de regresar a sus casas después de la jornada laboral.

Y último: Los que deciden construir aceras altas para retar a los de las cuatro por cuatro y mandan a poner unas rampitas cortas con inclinación de cuarenta y cinco grados para echárselas de amigos de los discapacitados, jamás en su vida se han montado en una silla de ruedas, ni siquiera cuando fueron niños y los llevaron a una clínica a visitar a ¡su madre que los parió!

SimónMarzo 07, 2006

jueves, marzo 02, 2006

Mi última mudanza

¡No vuelvo a mudarme!… por lo de las fotos y las cartas y los escritos; aunque al decirlo estoy consciente de que uno no debe jamás decir jamás ni más nunca porque en cualquier momento, mientras estás haciendo la cola para agarrar la trocha de contingencia, se mete en tu casa una familia de damnificados de la quebrada más cercana y te quedas sin nada o con nada y sin todo y tienes que buscar a dónde mudarte mientras el Tribunal resuelve, con las pocas cosas que te tiraron los invasores por la ventana, que normalmente son las fotos, las cartas y los escritos, si es que llegas antes que la cooperativa de aseo urbano.

Mis hijos -los que procreé y los que no pero que igual son míos- van creciendo y cada vez más quieren verme cada vez menos y olvídate de que duerman algún día de nuevo en mi casa, por más que el día de mi cumpleaños me hayan acompañado en cada uno de mis güisquis y les haya rogado que no se fueran manejando así, y así era peligroso para mí que ya estoy cerca de los sesenta pero no para ellos que todavía tenían energía como para salir de ahí e irse a continuar la rumba en el San Ignacio, y no necesariamente para seguir festejando el aniversario de la inolvidable fecha de mi nacimiento. Y por lo tanto, para qué tener un apartamento con ese cuarto de huéspedes en el que nunca se quedan y en el que nunca tendré un huésped, porque la verdad es que eso de tener a un extraño por menos extraño que sea metido en la casa y circulando por los pasillos en bata en el mejor de los casos mmm… total que ese cuarto sólo sirve para que lo limpie de vez en cuando una mujer de servicio porque el apartamento es demasiado grande como para limpiarlo yo solo, y no tanto lo grande como lo lleno de papeles y libros y ejemplares de la edición aniversario de todos los periódicos, que algún día leeré porque al parecer tienen unos artículos buenísimos y que son como imanes de polvo finito infinito que ni te cuento la estornudadera cuando se me ocurre pasarles un plumero. Y decido que ya está bueno de estar pagando auxiliar doméstica porque ya no se consiguen mujeres de servicio y las auxiliares son más caras no más por el nombre y vienen tan sólo que unas horitas al día, de las cuales dos frente al televisor viendo novelas mientras planchan dos camisas, y me cobran como si trabajaran el día sin parar de seis a seis; y paso un año completo buscando un apartamento nuevo porque los propietarios se volvieron locos y quieren vender o alquilar pero quieren ganarse todos los reales del mundo a costa de uno que anda buscando casa desesperado, y cuando lo consigo empiezo a recoger mis cosas y me digo que esta vez sí voy a botar el perolero que no necesito: las fotos, las cartas y los escritos… y los papeles de mis trabajos porque uno nunca sabe si le va a salir un empleo en el que vaya a necesitar los documentos de los trabajos que hizo durante todos estos años y ahí están todas esas carpetas, informes, folletos, dictámenes, copias de dispositivas de presentaciones, material de apoyo de cursos, cuadernos de apuntes, agendas, términos de referencia, oficios, memorandos y comprobantes de cobro de salario porque ve a saber cuándo se va a aparecer un loco denunciándolo a uno por corrupción porque dizque cobraba una millonada en sueldo en la época en que de bromita alcanzaba lo que cobraba para pagar los colegios y universidades de los que procreé y de los que no, porque todos se antojaron de universidades y colegios privados, privados de toda consideración a la hora de aumentar la matrícula.

Y abro el closet donde sé que están todos esos papeles y me pregunto qué será esa bolsa y la bolsa está llena de fotos, y ahí estoy yo, desnudo como Dios me trajo al mundo, en los brazos de mi abuela porque en Maracaibo hacía mucho calor y los pañales me producían salpullido y además quién se va a calar esa lavadera de pañales, sobre todo porque mi hermano apenas tiene veinte meses más que yo y echa más vaina que una mata de caraotas y no da tiempo de atendernos a los dos y mucho menos con la barriga que ya tiene mamá porque papá no masca. Y a mí me parecía que en lugar de calor hacía una brisa sabrosa, digo yo, porque ahí está la foto en el velocípedo y yo sonriendo con la espiga en la mano viendo cómo la brisa se llevaba las pelusitas. Y la tarjeta de invitación a mi bautizo, en papel pergamino con la marca circular donde una vez estuvo pegado un mediecito de plata; y la foto del abuelo que fue mi padrino de bautizo como si con eso le dieran unos años más de vida para que continuara mi formación católica si faltaban mis padres; las fotos de los abuelos paternos que no conocí o no recuerdo, Ángelo se llamaba él hasta que entró en el país y le quitaron la o para traducirle el nombre, para que ahora las autoridades consulares italianas no quieran reconocer que soy italiano porque dizque no saben si ese Ángel es el mismo Ángelo que nació en Licusati, de donde vienen todos los Saturno como si ahí hubiera caído la nave espacial o hubiera sido la sede de la residencia oficial del dios romano de la cosecha y la agricultura; y las fotos de las amigas de mamá y del hermano mayor de papá y todas esas fotos de gente que ya no recuerdo porque si alguna vez supe quiénes eran fue porque mamá me contó; y las fotos de mis hermanos y mis hermanas y yo con ellos en algunas, como si de verdad hubiera pasado buenos momentos con ellos cuando era niño, pero que no recuerdo como si hubiera querido borrar todos esos recuerdos o como si Alois hubiera estado a mi lado desde que yo era joven. Y entonces pienso en hacer un álbum genealógico con todas esas fotos organizadas en árbol para dejárselo a alguno de mis hijos, para que lo transforme en uno de esos objetos que no sabrá si botar o no cada vez que tenga que mudarse, porque creo que esa necesidad mía de saber de dónde vengo le aparecerá en algún momento del futuro a alguno de mis hijos… sin contar los cientos de diapositivas que ya no tengo cómo verlas porque ya no hay proyectores de ésos, que algún día haré pasar a medio electrónico y a papel para engrosar el álbum, por lo que nunca he querido botarlas, ni siquiera las que son de fotos malas que ni recuerdo de qué tratan o de qué sitio del mundo son o sí recuerdo de qué tratan y cuál es el sitio pero no recuerdo los nombres de ninguno de los que me rodean.

Las cartas… ya quedan pocas… o eran pocas. Las de mi prima que vive en Estados Unidos desde muchísimo antes de que el gentío quisiera irse para allá buscando oportunidades que el proceso le niega, en las que me cuenta del padre de su hija, de su hija, de su nieta y de su trabajo en un sindicato y de las latas que guarda para venderlas a la planta de reciclaje; la del bisabuelo dando consejos a la tía-abuela cuando se casó, que qué Manual de Carreño ni qué Manual de Carreño, hija mía, su misión es sumisión; la de mi amiga que vive en Milán y que trabaja en la fábrica de cauchos porque sabe de polímeros, a la que respondí con la carta en la que dibujé mi mano escribiendo la carta y ahí está la copia porque el dibujo me quedó buenísimo; la última epístola de mi amante francesa, de cuando estuvo en Guadalupe, tan cerca de aquí y a esas horas ya tan lejos de mi corazón; las cartas de mamá de cuando fui a hacer el postgrado en Francia, contándome del resto de la familia y mandándome recortes de periódicos para mantenerme a cuentagotas enterado de lo que pasaba en mi país; la única carta de mi hermana mayor contándome de sus problemas con su esposo, que no quería que ella estudiara ni trabajara; la carta de mi prima desde Nápoles en la que me dice ni se te ocurra venirte porque aquí todo es carísimo y desde que cayó el muro de Berlín esto se llenó de inmigrantes de Europa del Este y le están quitando el trabajo a los italianos; y mis cartas a mamá, respondiendo las suyas y que a su muerte pasaron a ser parte de mi herencia. Todas guardadas en ese maletín de cuero marrón, con sus bordes descoloridos y las cicatrices de donde una vez hubo un asa, esperando servir de algo cuando escriba mis memorias… si logro memorizarlas.

Y los escritos… los poemas de cumpleaños, los de las pasiones; los cuentos, desde los que escribí de adolescente y que guardó mamá junto con mis cartas como si hubiera sido la mayor coleccionista de mis escritos; los de criticar al gobierno de turno, los de terminar las relaciones amorosas, los de intentarlas, los de Navidad, los de finales inesperados, los infantiles, los ecológicos, los religiosos; y desde que apareció Internet, los correos electrónicos, impresos o guardados en disquetes y cidís, todos guardados en carpetas y maletines, esperando que algún día los ponga en fila, uno detrás del otro, fotos, cartas y escritos, porque ninguno pudo faltar y ninguno sobra, ni siquiera los que boté en algún momento para complacer a una amada celosa de mi pasado, porque que si yo quise más a aquélla que a ella y vives enganchado en el pasado, y yo que no pero que yo no sería el que soy si hubiera faltado uno solo de los eventos que quedaron inmortalizados en esas fotos, en esas cartas o en esos escritos, porque si hubiera faltado alguno me habría escapado por ese hueco interdimensional o sería mejor o peor pero no el mismo o no sería, pero eso no habría podido ser porque lo que no fue nunca pudo haber sido y nunca estuve a punto de hacer lo que no hice, y si me quedo con todos ellos será lo mejor, al igual que si los boto, pero como me fascina esa seguidilla de cosas causa-efecto que condujo a esta última mudanza desde el momento en que nací allá en Maracaibo -para escoger un momento desde el cual empezar a contar la historia- pues me quedo con ellos y ya casi lleno un cuarto con tantos papeles porque la cama no es tan alta y ya no le caben las cajas debajo.

Y como en cada mudanza se me van las horas recorriéndolos -las fotos, las cartas, los escritos- no me mudo más… a menos que sea necesario porque siempre se las arregla uno para inventar una excusa que se vea necesaria, o a menos que sea otro u otros los que me muden a un cajón barato y estrecho por unas horas, mientras se calienta el horno y me meten con todos mis papeles para que sirvan de combustible y me conviertan en cenizas porque les da cosa donarme a la universidad para que hagan tiritas de mi cuerpo en las cátedras de anatomía patológica, y después echen mis cenizas al viento por los lados de Galipán pero lejos de los restaurantes, no vaya a ser que venga yo a caer en un fondue o en un minestrón o en un goulash y en lugar de volverme uno con la brisa y las estrellas me vuelva varios con los comensales y me quede pegado en este mundo hasta que a ellos se les ocurra morir y mientras tanto seguir en el ciclo de las mudanzas pero con la corotera de otros.

Simón Saturno
Marzo 01/02, 2006