viernes, agosto 04, 2006

Regalo de cumpleaños para el yerno

Ya se lo compré, pensando en su situación, y cuando se lo entregue no me quedará otra que decirle, yerno, estás jodido, pana. ¡Qué bellos aquellos tiempos en que los hombres éramos felices y no lo sabíamos! Pero claro, como tú decidiste nacer en las postrimerías del siglo XX, ni te enteraste de cómo eran las cosas antes. Te cuento un poco, muy resumidamente, para que vayas a disfrutar de tu regalo. En aquellos tiempos del tercer cuarto del siglo, los roles de la mujer y el hombre estaban todavía claramente diferenciados. Cada uno sentía los pies bien puestos en la tierra cuando hacía lo que se suponía que tenía que hacer. El hombre, cazador y suplidor, salía temprano de la casa a buscar el pan de cada día, y mediante una adecuada dosificación de la fuerza física, indicaba a su mujer y a sus hijos -su y sus porque en aquellos tiempos no se atentaba contra la propiedad privada familiar, pues cuando había dudas la cosa podía terminar en justificado baño de sangre- la dirección correcta hacia la cual encaminar sus vidas, para vivirlas sin la angustia de la incertidumbre, a la que aún no se le conocía como “stress” y mucho menos “estrés”.

La mujer, en su casa, pensando y haciendo mil cosas a la vez, para que cuando el conductor de su vida llegara, creyera que aquello siempre era un remanso de paz, alegría, pulcritud, inocencia, moral y luces y comida caliente, en el que él de vez en cuando, para que la mujer no se embruteciera por falta de conocimiento sobre el mundo externo, relataba de manera general lo que había hecho en el día, mientras ella se hacía la gafa con expresión de admiración, como si no se hubiera enterado ya por los caminos verdes o por su olfato e intuición, de todo lo que había hecho el tipo. La televisión, a través de las novelas, informaba a las mujeres de lo que eran capaces sus maridos, según los guiones inventados por quién sabe qué escritor frustrado o mal asesorado en cuanto a lo que era la información veraz y oportuna; y los teléfonos les permitían encompincharse con las secretarias de sus maridos no sólo para seguirles la pista de todos sus movimientos, sino para conocer de sus negocios, sus verdaderos ingresos y sus triunfos y fracasos, de manera de saber si condimentar la comida con sal, pimienta y especias, o con imperceptibles porciones de arsénico.

A algún empresario codicioso demasiado viejo para levantarse nada se le ocurrió, por allá a mediados de siglo, que en lugar de pagarle a un hombre un sueldo suficiente para mantener a su familia –esposa, amante e hijos respectivos- podía pagarle menos a una mujer por hacer lo mismo de mejor manera, y ahí empezó a armarse el inmenso pastel en el que se ha convertido el mundo en que vivimos. Esta política resultó ser mucho mejor para los negocios que la de liberar a los esclavos, cuando se descubrió que mantenerlos era mucho más costoso que pagarles un sueldo por idéntico trabajo y darles un pedazo de tierra para que se medio mantuvieran por sí mismos. Las mujeres, con tanto tiempo para pensar, metidas en sus casas, y con la información suministrada por las secretarias y compañeras de trabajo de sus maridos, habían acumulado tal grado de conocimiento, que pudieron sustituirlos y desempeñarse con suficiencia, y como darle trabajo a una mujer era considerado como un favor que se les hacía, se les pagaba menos. Para defender sus posibilidades de trabajo y mejores salarios, las mujeres inventaron la especie de que ellas y los hombres podían hacer los mismos trabajos, lo cual fue defendido por homosexuales y empresarios frustrados solteros o viudos y divorciados antes de tiempo, es decir, antes del entendimiento.

Y de “hacer los mismos trabajos”, por cuestiones de sinonimia, los hombres pasaron a “hacer las mismas labores”; y por cuestiones de acepción y uso y costumbre, a coser y bordar y a las labores del hogar y a la cría de los muchachos, hasta que hoy en día no es raro ver a un hombre, haciendo gala de la contradicción con su propia esencia, muy lindo con su delantal pasando aspiradora en la casa, preparando la comida de los chamos y la de la mujer para cuando llegue del trabajo o de echarse un palo con los compañeros de oficina solteros, y hasta mareándose y vomitando cuando la mujer está en estado. Y ahora -yo que te lo digo yerno: estás jodido- tienes que ocuparte de los hijos desde antes de que nazcan, no tanto acompañando a la mujer a comprarle todo lo innecesario hasta que el presupuesto aguante y un poco más, sino haciéndole seguimiento al crecimiento de la panza, complaciendo antojos inexplicables y educando al aún-no-nato con música y luces a partir de la semana de embarazo en que empiezan a funcionarle los oídos y los ojos, porque si no estás pendiente o no lo haces regularmente eres un mal padre de un hijo que aún no ves.

Pero la historia venía por lo del cumpleaños. Ahora no es como hasta hace poco, que cuando nacía un hijo los regalos de cumpleaños de la mamá eran cosas para el bebé y la madre feliz y contenta y hasta desilusionada al abrir el paquete si le regalaban algo para ella mujer femenina coqueta y no para el bebé, sino que ahora metieron al papá en ese embrollo, y en lugar de la tradicional corbata o el bolígrafo o la billetera o la calculadora de bolsillo o los pañuelos regalados por los amigos, o las medias o interiores regalados por la mamá o las hermanas, te regalan una caja de pañales desechables o el último grito de la moda en teteros con tetinas igualitas a una teta materna que hasta a uno le dan ganas, o un par de chupones con cubierta protectora plegadiza que se cierra antes de caer al suelo, o un juego de vaso y plato con ventosas para que se peguen de la mesa que ni uno mismo puede despegarlos, con cuchara torcida como si se hubiera derretido por meterla en el horno. Pero la cosa no se detiene, y de ahí mi regalo para el yerno, porque el asunto empieza aunque no haya nacido el hijo, y si tu cumpleaños cae mientras tu mujer está embarazada, los regalos serán libros de cómo enseñarle matemáticas al carajito o carajita mientras está en el útero, cómo prepararlo desde antes de que nazca para que sea un Einstein pero no tan ingenuo, cómo enseñarle a distinguir quién es el director en dos interpretaciones de la misma obra de Mozart cuando tú todavía no eres capaz de discernir entre Beethoven y Karl Off, o un libro de recetas con las mejores combinaciones de yerbas, semillas y fibra para que el bebé nazca limpiecito, bien lubricado para que salga suavecito y bien mosca para que pele los ojos por si se topa con un médico obsoleto de los que quieren pegarle una nalgada si no escuchan llanto, o uno de ejercicios para el bebé en el vientre para que nazca rompiendo records de natación o bateando más jonrones que Samy Sosa en su mejor temporada.

Y como yo ya estoy contaminado por los vientos que soplan, ahí está ese regalo para el yerno: música para panzas, de Mozart, y videos para proyectarlos en el ombligo de la embarazada. Siento no haber encontrado el cinturón sonovibrador lumínico inteligente; el que se le coloca a la mujer alrededor de la barriga para preparar al bebé para este mundo de ruidos, sonidos, resplandores, luces, vibraciones y movimientos, para que cuando nazca duerma como un lirón por más que a su alrededor haya tremendo bonche, una competencia de fuegos artificiales o un catastrófico terremoto, que sí habría sido un regalo especial para el yerno.

Simón Saturno
Agosto 04, 2006