martes, febrero 14, 2006

Feliz Día de la Confusión

Recuerdo que hasta hace pocos años era simplemente el Día de los Enamorados y día de San Valentín. Algunos años aún más atrás, cuando yo era mucho más joven y despreocupado, era simplemente el Día de los Enamorados y nadie hablaba de ese santo, que a la luz de un abogado como yo no es ningún santo porque el tipo se la pasaba violando la ley y casando a los soldados romanos a escondidas, para que después los tipos fueran a la guerra agotados por estar prestando sus servicios a otra causa o por venir de la guerra de estar casados y tener que esconderlo y tener que calarse la cantaleta de la mujer de que tú escondes que estamos casados para después andar acostándote con cualquier mujer en esos pueblitos que invaden, y el soldado casado, que a lo mejor desde aquella época fue que empezaron a llamarlos soldados, no porque recibieran un sueldo por caerse a espadazos y escudazos con quien le diera la gana al César, sino porque desde que se casaban quedaban pegados a sus mujeres como si les hubieran echado soldadura, y el soldado casado le respondía a su mujer que tenía que esconderlo porque si no lo despedían del ejército por debilucho y después lo despediría ella por limpio, y además él no se acostaba con las mujeres de los pueblos que invadían sino que las violaba porque para acostarse hay que convencer y las invadidas no hablaban latín y además porque ésas eran las órdenes que recibían todos los soldados porque había que hacer crecer al imperio y consolidarlo y para ello no había nada mejor que dejar romanitos infiltrados en todas partes.

Lo cierto es que en aquella época de mis años mozos -la de hace unos añitos y aquí en Caracas, no la época del imperio romano- en el Día de los Enamorados todo era simple: uno sabía a quién tenía que llevarle un regalo, que normalmente era un papelito dibujado y escrito por uno mismo y entregado con mucha discreción a la destinataria para que no se enteraran los compañeros de estudio porque si no imagínate la chapa o la pelea con el compañero con el mismo blanco en la mira, o a lo sumo habían dos o tres destinatarias porque eso de tener más de un frente -lenguaje de soldado- era agotador, y con eso ya uno cumplía con la fecha. Más adelante se empezó a divulgar la especie de que el Día de los Enamorados era el día de San Valentín y uno empezó a pensar que eso era un invento gringo y el nombre hasta le sonaba a uno como de las orillas del Mississippi, y empezó la invasión de tarjetas rojas con los textos ya escritos y se inició la era de la flojera en el enamoramiento porque de ahí en adelante para qué andar exprimiéndose los sesos para inventar un texto original para bajarle las medias –entre otras cosas- a la mujer amada o para buscar un poeta desconocido que tuviera el mismo efecto descendiente, si simplemente se acercaba uno a la librería más cercana y ahí estaban las tarjeticas a las que tan sólo había que rellenar donde decía To: y From: o, si tenías suerte, donde decía Para: y De:.

Pero ahora resulta que el supuesto día de San Valentín, que me suena más a día de los valentines porque antes había que ser valiente para confesarle amor a una jeva pues se estaba metiendo uno en tremendo paquete que de incumplirlo podía significar la muerte o la castración a manos del padre de la susodicha porque cómo se atrevía uno a estar mancillando el honor etcétera; pero en estos tiempos ya no hay que ser tan valiente sino simplemente valentín porque la palabra amor ya se utiliza hasta para decir que te gustan las empanadas que hace la señora del quiosquito, y si un chamo le dice a una chama te amo, la destinataria del mensaje se queda como si nada y no importa si a la media hora está el mismo supuesto amante diciéndole a otra te amo con locura; pero como venía diciendo, ahora resulta que el Día de los Enamorados no sólo es de San Valentín sino que es día de la amistad y ahora todo el mundo quiere recibir una tarjetica roja con corazones y la lista de destinatarias se amplió a lista de destinatarios si aceptamos que las palabras en masculino abarcan a las féminas y a los machos y a los demás. Menos mal que existe Internet y con un solo mensaje puede uno matar setecientos pájaros, porque mete uno todas las direcciones en Bcc: o en Coo: y pone uno un texto ambiguo de esos que no saben si le estás diciendo que estás más buena que el pan de piquito y con gusto te demostraría que soy capaz de morir por ti porque el volcán que se despierta en mi pecho cada vez que te veo etcétera etcétera, o simplemente encantado de conocerte y recibe un saludo cordial en este día de no sé qué y la amistad.

Total, que el supuesto Día de los Enamorados, que al principio como que era día de Eros, transformado de Dios con todas las de la ley en gordito rosado con alas y flechitas inofensivas llamado Cupido por obra y gracias de la publicidad masificante y edulcorante, pasó a ser Día del Amor y la Amistad, y manda uno una tarjeta sin ninguna otra intención que la de cumplir con la fecha y no dejar a nadie por fuera para no herir susceptibilidades, y al rato se aparece en tu casa una que estaba en la lista porque alguna vez contestaste a todos un mensaje cursi y la dirección de la tipa se metió en tu lista de direcciones, con un ramo de rosas rojas y a mí que me incomoda que me regalen flores porque se me revuelve el macho que heredé de mi abuelo italiano que en paz descanse desde hace añísimos que ni lo conocí, y la tipa con los ojos aguados y uno con cara de extrañeza porque de parte de quién porque uno cree que es la mensajera de alguna floristería, y ¿ahora te vas a hacer el loco? te pregunta y tú maldiciendo injustamente al alemán como si el tipo te hubiera borrado el recuerdo de la larga relación que tuviste con esta desconocida que pretende entrar en tu casa con sus rosas y sus ojos aguados, y el Día de los Enamorados se convirtió en Día de la Confusión.

Simón
Febrero 14, 2006.

martes, febrero 07, 2006

Manchas

Esto de no tener un horario de trabajo me ha permitido caer en la autocontemplación. Y en una de ésas en que me autocontemplaba me di cuenta de que me están saliendo manchas en las manos. Al principio pensé ¡qué bonitas! porque se me parecían a las pecas, a las efélides de mi primera novia, que ésa sí es verdad que el alemán no la borra para nada, que las tenía marrones, negras y anaranjadas, diminutas y de miles de formas que yo me divertía en descubrir: que si una mariposa, un elefante, una araña, un corazón, un águila, un ojo con pupila y todo, un escarabajo de los de cuatro ruedas y pare usted de contar porque yo no paraba pues mientras ella más se divertía con mis descubrimientos más me permitía buscar en lugares más íntimos de la geografía multicolor de su piel y más se excitaba mi creatividad entre otras cosas, y veía ángeles y demonios, dragones y vacas, ovejas y osos, botellas y lámparas de Aladino, lobos y caperucitas y mientras más me acercaba a donde no debía acercarme más personajes de cuentos de hadas encontraba como si me fuera drogando con el aroma que mi imaginación me hacía percibir, porque su risa me daba cada vez más permiso para seguir.

Pero otra novia me dijo no seas iluso que ésas, las mías, son manchas de vejez y no pecas y mucho menos efélides como tú les dices, y entonces me alegré mucho más porque me dije que serían como las de mi madre, que las tenía más grandes que las de mi primera novia y de formas abstractas excepto las que parecían nubes o charcos de agua turbia o manchas de la luna, a las que yo me quedaba mirando mientras ella cocinaba o preparaba una torta y a veces eran cubiertas por los restos de la masa que amasaba para hacer arepas o torta de bolitas, como la vez que, teniendo yo entre siete y ocho años, logré dar una vuelta completa al patio de la casa de Las Palmas en bicicleta sin caerme y fui corriendo a compartir con ella la emoción de mi hazaña, y me la encontré con quién sabe qué mal humor encima convertido en frialdad a tal punto que ante mi relato entrecortado lo que contestó fue un qué bueno igualito a un mhmm o a un ajá, y entonces me quedé tieso de la decepción contemplando sus manos bajo el chorro de agua que quitaba la espuma de jabón e iba descubriendo aquellas nubes color de tormenta de tierra en el cielo color carne de su piel, o los charquitos de agua turbia en la arena beige rosada de sus manos, y aquello me parecía como una magia o como si Dios hubiera salpicado las manos de mi madre con sus pinceles cuando la hizo, y yo me veía las mías, blancas como la leche porque a esa edad no me había dado por echarme como lagartija a coger sol en la playa, y entonces corría nuevamente al patio, abría la llave de la manguera y hacía barro con la tierra de las cayenas de flores rojas y gota de néctar dulce por dentro, y me pintaba puntos y círculos y nubes y charcos hasta que lograba que mis manos fueran un remedo pequeño de las de mi madre, y entonces agarraba de nuevo la bicicleta para intentar dos vueltas al patio sin caerme aunque me distrajera por segundos viendo mis manchas que ya no eran de barro sino de mi misma piel, y luego tres vueltas y cuatro hasta que escuchaba el llamado a almorzar o cenar y me acercaba a la mesa y antes de que pudiera sentarme la orden de lavarse las manos hacía desaparecer la falsa magia que yo había construido.

Y tuve que esperar casi medio siglo para que la magia se hiciera de verdad y aparecieran en mis manos la Osa Mayor y Orión y un astronauta con su morral grandote de equipos y bombonas en su espalda y una fila de hormigas paralizadas en su camino a comerse mi muñeca izquierda, luego de haber remontado esa vena gruesa y azulada que el astronauta enfrenta ahora en su ruta, y una serie de letras en código Braile algo incomprensible sobre todo porque no sé leer código Braile, pero un día de éstos aprendo no vaya a ser que ahí esté el número de la lotería que me hará millonario, y según mi amiga que ya no es mi novia porque nuestros días se fueron llenando de manchas de otro tipo que las aguanta una amiga porque no se entera pero no una novia porque se la pasa enterándose, seguirán saliendo a menos que coma ajonjolí en ayunas y vitamina E para que las manchas no delaten el tiempo que llevo suspirando por las de las manos de mi madre, que en paz descanse desde hace tiempo, hasta el punto de enamorarme de pecas que se le parecen y prometer el cielo y las estrellas por verlas y tocarlas, y regalar flores por contarlas y recortar maripositas y cajitas de papel de las que me enseñó a hacer Pablo para descubrir sus formas, y después meterme en tremendos líos porque las pecas no lo son todo en la vida, porque supuestamente hay más que lo que uno ve, que no es lo que yo he visto, que es que lo que pasa es que hay cosas que uno no quiere ver hasta que no hay manera y no queda otra que decir adiós y dejar de ver las manchas de la piel, y a lo mejor las mías me las mandó Dios para que deje de estar buscándolas en otras pieles, aunque tendré que ver si puedo contagiar la diversión de encontrarles formas.

Simón Saturno
Febrero 07, 2006

Las palabras... las palabras...

El problema de ser consultor independiente (eufemismo por desempleado de alta calificación) es que uno tiene mucho tiempo para filosofar, sobre todo cuando uno se da cuenta de que los trabajos llegan con la misma frecuencia, te mates o no te mates haciendo ofertas. Pero no hablo de filosofar sobre tonterías que si el sentido de la vida o por qué estamos aquí o si somos alguien distinto del ser que llevamos por dentro y que observa cada uno de nuestros actos, o del que ejecuta esos actos. Me refiero a cosas serias y trascendentes, como por ejemplo las cosas que decimos. La vida es toda una serie de experiencias, una detrás de la otra, nunca una al lado de la otra, por más que los físicos cuánticos digan que todas las alternativas coexisten simultáneamente; y hasta creo que uno viene a este mundo nada más que para eso: para sufrir o gozar o ser indiferente ante esa serie de experiencias… o cualquier combinación de dos de esas tres: sufrir-gozar, sufrir-indiferente, gozar-indiferente y sus medias tintas. Pero apartando el sentido que eso pueda tener, si lo tiene, esa serie de experiencias me ha enseñado que cuando uno dice algo siempre hay un alto riesgo de que alguien crea lo que uno dice, y también una alta probabilidad de que quien lo crea sea la persona a quien uno está diciendo lo que dice. Y eso hay que tomarlo en cuenta a la hora de decir algo, sobre todo cuando alguien se atreve a pensar que sabe más que uno, ocasión en uno se pone creativo y empieza a decir lo primero que se le viene a la cabeza con tal de dejar bien sentado que si alguien tiene la verdad no es tu interlocutor sino tú mismo. Es divertido observarse -u observar, si es que el yo observador es distinto del yo observado- en esos momentos: tu interlocutor, en un arranque de osadía, dice algo que parece indicar que sabe más que tú, y entonces tu mente -o el que maneja tu mente- empieza a buscar en el cerro de gavetas que hay en tu cerebro, algún conocimiento que ponga al otro en su sitio o, si no lo encuentra, algún razonamiento que le haga pensar que está lloviendo sobre mojado porque eso lo sabías tú de antes y que lo que él es no es más que un periódico de ayer… o de trasanteayer. Y es en ese momento en el que hay que estar mosca, o el que nos observa desde adentro de nosotros mismos tiene que estar mosca, porque es posible que nuestro interlocutor se ponga en su sitio, ponga cara de iluminación o domine su reflejo de poner cara de iluminación inútilmente porque uno se da cuenta, acepte que sabe menos que uno y, ¡Oh fatalidad!, crea lo que uno le acaba de decir, o peor… o no sé si peor: que generalice y de ahí en adelante crea todo lo que le decimos. Claro, también puede ocurrir que nuestro interlocutor se haga el loco y nos haga creer que nos creyó y luego se vaya a comentar con algún amigo o amiga o conocido o conocida y ya me estoy cansando de que las palabras en masculino no se refieran a todos y todas, y le diga imagínate lo que dijo fulano y esperaba que yo le creyera, y le suelta lo que uno dijo o más o menos lo que uno dijo, y sea ese amigo o conocido el que termine creyendo lo que uno dijo o creyendo que uno es de fiar por las cosas que dice. Pero esto no es lo más importante, en mi opinión. Lo más importante es esa posibilidad de que el interlocutor de uno sea el que crea lo que uno dice, sobre todo si uno se encuentra frecuentemente con el interlocutor porque resulta que es tu cónyuge o tu hijo o tu jefe o tu compañero de trabajo o tu novia o el esposo de ella o tu suegra o para usted de contar, porque si se trata de alguien a quien apenas estás conociendo y no te interesa más allá de esta noche y esta cama, no importa casi. Y es importante en aquellos casos porque de ahí en adelante hay que mantener el criterio, a menos que estés dispuesto a aceptar en determinado momento que eres un irresponsable o un mentiroso al confesar que lo que dijiste no era verdad o no era cierto, lo cual por lo general es mejor dejarlo para vidas futuras, si es que crees en ellas, o para el juicio final, si es que crees en él, o para tus herederos y causahabientes, si es que alguno cree que vale la pena continuar o romper el hechizo. Y cuando uno se empeña, como debe ser, en mantener su criterio, se empiezan a enredar las cosas porque vienen las dificultades de conservar la coherencia y la línea de pensamiento como si hubiera o tuviera que haber alguna, porque nunca falta uno que se las dé de Sherlock Holmes o del hombre que recordaba y te diga con su cara muy lavada que tú el otro día dijiste tal o cual cosa que es todo lo contrario de lo que acabas de decir, o no todo lo contrario pero sí cincuenta por ciento contrario o incoherente o no concordante, y ahí sí que se pone la cosa divertida para el que se observa o para aquel otro que está dentro o detrás, porque ahí sí que se pone uno a sudar no necesariamente por los poros porque uno siente como si las circunvoluciones cerebrales sudaran pues ya uno sabe que no hay nada en el cerro de gavetas y no queda otra que buscar un razonamiento que esta vez será un poco más complejo y que al momento de soltarlo, como si la vida fuera una eterna clase de matemáticas o de teoría probabilística o un círculo vicioso interminable, existirán esas constantes, ineludibles e impepinables probabilidades: que lo que dices sea creído y que quien lo crea sea aquél a quien lo dices.

Simón Saturno
Febrero 07, 2006