miércoles, abril 26, 2006

Metro corto

Ya era hora de que un gobierno se ocupara de los pobres, categoría en la que me incluyo desde hace algún tiempo por mi empecinamiento vano en dedicarme a hacer lo que mejor hago y para lo cual me preparé con veinticinco años de estudios, dos carreras, postgrados, diecisiete años de servicio en organizaciones del Estado y unos cinco años de consultoría independiente y trabajo en empresas privadas. Me refiero a que por fin podemos disfrutar de un sistema de transporte de calidad, como es el sistema Metro de Caracas. Con cuatrocientos bolívares -que son entre quince y veinte céntimos de dólar, según la negrura del mercado de referencia- puede uno recorrer un número ilimitado de estaciones del sistema subterráneo, salir a la superficie y tomar una unidad de una línea de los autobuses superficiales del sistema y recorrerla de cabo a rabo, o viceversa que parece como más erótico. Y ésa no es la tarifa más baja. Dígame usted si eso no es pensar en los pobres… claro, hay más de uno que de pobre no tiene un pelo pero que igual agarra el Metro. ¡Ah! Y por si fuera poco, los mayores de sesenta cinco años no pagan -por más que algunos de ellos se vean más frescos, fuertes y pudientes que yo, que ahora es cuando me falta para disfrutar de esa manguangua, aunque el estrés me tenga encorvado y arrugado como una momia peruana- y no pasan por los torniquetes de las estaciones de Metro sino por la puertica de al lado de la caseta de venta de boletos, que con tanto viejito que hay y tanto joven que se las echa, se la pasa abierta y más de uno se colea aprovechando que el funcionario de seguridad, en lugar de estar pendiente del ingreso de los usuarios, está echándole ojos a las chicas que andan con la barriga al aire, que son bastantes.

Y claro, como es el medio de transporte más barato, se la pasa full. Uno viaja un poco apretado, es verdad, lo cual por lo general no es nada agradable porque uno no tiene oportunidad de escoger con quién apretujarse, pero qué se hace. Y eso cuando se logra entrar, porque muchas veces el gentío en el andén es tan peligrosamente grande que uno siente que en cualquier momento suicidan a alguien con un empujón; y la cola es larga para tomar el Metrobús, que si no fuera por el sol que pega o la lluvia repentina sería hasta mejor que ir al cine, por las historias que uno oye o imagina viendo y oyendo a los que esperan que el chofer del autobús termine de conversar con el compañero o con la novia que vino a visitarlo y abra la puerta para entrar y agarrar puesto sentado porque parado te sale apretujamiento. Y uno rogando que no le peguen una de esas enfermedades que se pensaban erradicadas de este planeta o una de esas nuevas, porque más de uno tiene cara de sarampión o de tísico o de pollo tosiendo, y el trayecto por lo general es lo suficientemente largo como para que unos cuantos gérmenes salten de uno al otro por más contorsiones que uno haga para que este que está aquí no me pegue el brazo en el cuello y este otro el esternón en el codo y la de aquí el cachete en el omoplato, como si fuera un juego de Twister pero con desconocidos. Y en Metrobús el viaje siempre es largo, no tanto por la distancia como por la duración porque de tanto peso que cargan esos autobuses ya no dan para más y los amortiguadores son un amor pero no tiguadores. Claro, a veces se compensan las molestias porque ahora los aparaticos de marcar los tiques no funcionan o porque como a la gente no le gusta amontonarse no avanzan hacia el fondo por más que el conductor lo pida hasta con grosería, y no le queda más remedio que dejar entrar por la puerta de atrás y por ahí nadie paga o marca tique, excepto uno que otro extraterrestre que al llegar a la parada va a pagarle al conductor o a obliterar el tique… eso de “obliterar” me quedó…

Y el subterráneo anda pisando los talones del Metrobús porque al apretujamiento se le suma el calor sofocante cuando no funciona el aire acondicionado, que cada vez es más frecuente, y entonces sí se pone fea la cosa porque a veces te toca ir pegado de una o uno que tiene el brazo levantado para agarrarse del tubo porque quedan pocas manillas, y yo lo que hago es cerrar los ojos y hacerme cuenta de que estoy en vacaciones de verano en París, así de paso no veo los espacios del vagón que antes llevaban publicidad o planos de las líneas del Metro y ahora son sólo espacios vacíos con los restos del pegamento del último afiche que estuvo ahí.

Pero bueno, uno se aguanta que los autobuses, las estaciones y los vagones ya no estén tan bonitos porque lo que se paga cuando mucho es la mitad de lo que pagaría si utiliza otros autobuses o busetas, y eso no alcanza para pagar un buen mantenimiento, pero uno sabe que el gobierno de vez en cuando le mete unos reales al presupuesto del Metro para que le ajusten el sueldo a los empleados y dejen la amargura y no la paguen con uno, y para que medio arreglen los autobuses, las estaciones y los vagones, aunque eso signifique que ese año haya menos para los hospitales o las escuelas o para fabricar o expropiar casas, porque ese año el gobierno decidió que todos podían morirse de hambre o de enfermedad o de ignorancia o desbarrancados en un cerro, pero no por no tener Metro.

Pero igual sigue teniendo ventajas utilizar el sistema Metro porque desde que flexibilizaron lo de la apariencia exterior uno puede hacer mercado en las entradas y salidas de las estaciones, porque los buhoneros las rodean y usan sus paredes para soportar sus tarantines y para exhibir sus mercancías -medias, pantaletas, bluyines, frutas, franelas, gorras, cidís piratas, películas piratas y libros piratas- y uno no tiene que perder tiempo andando para comparar precios porque todos venden al mismo precio y la diferencia es la que se logra regateando o la atención al cliente, porque uno echa chistes y el otro la historia de su rancho o las bondades del gobierno o sus maldades, pero siempre hay que revisar bien lo que compras porque típico que vas al día siguiente porque el bluyín estaba roto o las manzanas podridas y quien te los vendió ya no porta por ahí y no te queda otra que vender el pantalón o las manzanas por la mitad de lo que te costó para que se los vendan a otro incauto, y eso cuando compras una radio y de verdad te entregan una radio y no un ladrillo bellamente envuelto porque ¿quién te va a comprar un solo ladrillo por más cuidado que lo tengas?

Total, que si uno sopesa los pro y los contra a lo mejor la cuenta no da, pero el futuro es más tarde y en el presente que es ahorita lo que tengo en el bolsillo no da para más, y el gobierno a lo mejor sacó esta cuenta y decidió que mejor es el pasaje barato y como vaya saliendo vamos viendo, porque lo de invertir para el futuro sólo le dará dividendos -votos, quiero decir- al que estará montado cuando ese futuro se haga presente y además, como el Metro se va deteriorando al mismo ritmo que uno, se siente como si todo estuviera igual porque el deterioro es como el espacio-tiempo y el movimiento pues cumple la ley de la relatividad, y uno termina diciendo que al menos no estamos peor y ya eso es ganancia, por más que a la larga se pierda el Metro.

Simón
Abril 26, 2006

martes, abril 25, 2006

Religiosa escuela

Esto de ser miembro de la junta directiva de la sociedad de padres y representantes del colegio de mi hijo de 13 años es… frustrante. Tan bien que estaba yo dejando su educación en manos de los maestros, con mi dedicación usual para ayudarlo en sus tareas en la casa, no sin resistencia de su parte por mi empeño en que entienda en lugar de memorizar, porque papá ¿de qué me sirve entender el origen de los nombres de los conductos por donde sube y baja la savia de las matas, si a mí lo que me interesa si acaso es la leña para hacer parrillas y asar salchichas, por más que tú digas papá que esas salchichas las hacen con orejecochino, trompecochino, rabo’e cochino y un cerro de químicos que transforman la supuesta carne en esa masa agelatinada y paralelepípeda de color creyón color carne que sólo sabe a salchicha que a mí me encanta? Pero no, me empeñé en que la sociedad de padres tenía que servir para algo más que organizar verbenas y comprar medallas para las competencias deportivas, y no me conformé con comentarlo con algunas madres mientras esperábamos que salieran los chamos de clases, sino que no me pude callar la boca y lo solté en la asamblea de padres, y cuando me propusieron como secretario de la junta no pude decir que no porque tampoco me había aguantado la lengua antes cuando dije que tenía tiempo de sobra para revisar los cuadernos de mi hijo porque estoy sin trabajo.

Y como yo no me iba a quedar con ésa empecé a proponer candidatas para que me acompañaran en el deber, tratando que fueran las más simpaticonas y, bueno, más o menos lo logré, aunque me metieron en la junta a uno que no dice ni ñe y de presidente a este gordo más católico que el Papa excepto a la hora de sacar fotocopias a escondidas en su oficina. Y a lo mejor por pensar eso es que me enfrasqué en las primeras reuniones de la junta, en que la educación religiosa en el colegio no debía limitarse al catecismo católico para preparar a los niños para su primera comunión. Y mientras defendía mi tesis, sobre todo ante el presidente, una de las maestras se acercó y comentó que su hijo había sentido miedo de hacer la primera comunión, y recordé cuando en mis doce años, allá en San Felipe, vivía aterrorizado por mis pecados y por el inevitable acercamiento de la Semana Santa y la ineludible confesión ante el cura de la iglesia, y la necesidad que sentía de magnificar mis supuestas violaciones de las leyes de Dios y de la Iglesia para que me creyeran la confesión y me dieran la absolución general que arroparía hasta los pecados que no había recordado, y esa fue la época en que cayó en mis manos -no recuerdo cómo, hasta el punto de pensar que el diablo me lo hizo llegar- la transcripción del debate Russell-Copleston sobre la existencia de Dios, que no recuerdo haber leído, y no creo haberlo leído porque todavía hoy sigo sin entenderlo pero, para mí, saber que aquel señor que me sonaba tan famoso discutía con un cura sobre la existencia de Dios, fue suficiente asidero para declararme ateo y no volver a visitar un confesionario más nunca en mi vida. Y el recuerdo de aquellos tiempos de terror me llevó a proponer que a los niños había que mostrarles otras opciones, pensando que cuando mucho invitaríamos a mi amigo el evangélico a dar una charla o dos, y a un rabino y un musulmán de los de la mezquita de Quebrada Honda y, aprovechando el viaje, un cura de la iglesia de enfrente.

Pero me salió una vocal ex-hippie con remordimientos desde que dejó los Hare Krishna para irse con un pavo hijo de millonario, que se iba los domingos a comer gratis en el templo como si le hiciera falta, y que la convenció de que continuara su búsqueda de placer con él y que se casaran y pasaran su luna de miel en la Costa Azul, bien lejos de la India, y la vocal, ahora divorciada y con tres hijos, quiere ganar indulgencias con Krishna y poner a los chamos del colegio a cantar Hara Hare Rama Rama al ritmo de tamborcitos y campanitas de bronce. Y más atrás saltó la Sra. Paradopoulos o algo así, diciendo que la iglesia ortodoxa griega es distinta de la católica venezolana y el padre Andreas estará feliz de venir a hablar de ella y de recibir grupos de niños en su capilla y yo les prepararía unos tabaquitos de arroz en hoja de parra que se van a chupar los dedos mientras oyen al padre. Y cuando el papá de un compañerito de mi hijo, Salhá, se enteró porque su hijo le comentó lo que mi hijo le había dicho de lo que yo le había hablado, se presentó sin invitación a la siguiente reunión de junta directiva y exigió que se incluyera a un amigo suyo estudioso del Corán porque ya era hora de que se diera a los niños la oportunidad de salvarse y de sacrificarse en la lucha contra tanta herejía imperante. Y como si aquello fuera una fiesta, se acercó un señor de apellido Nahón que segundos antes, a pocos metros de nuestra mesa en el pasillo frente a la biblioteca, preguntaba a la bibliotecaria que por qué no querían prestarle una película a su hijo para verla en casa, por más que tuviera una deuda desde hace meses en la cantina escolar, que de paso no la voy a pagar porque bien fuerte fue la indigestión que le produjeron a mi hijo esas cinco empanadas grasientas que se comió de las que venden ahí, seguramente fritas en aceite rancio desde hace quién sabe cuántos días que hasta aquí llega el olor. Nahón oyó a Salhá y poco le importó la respuesta de la bibliotecaria; se acercó a nosotros y sin pedir permiso empezó a hablar para exigir, mientras con un dedo jugaba con los rollitos de sus patillas, que a los niños, señores y señoras, hay que enseñarles la Torah y poner disciplina porque no me van a negar ustedes que esos cortes de cabello les hacen parecer militares, en lugar de dejarse crecer las patillas como debe ser; y mientras él hablaba del corte de pelo yo comparaba sus largas patillas con las mías y me preguntaba si yo podría confundirme con los de su iglesia.

Y la cosa pasó de fiesta a tumulto porque otras madres que estaban hablando con la Coordinadora de Básica porque no hay suficientes hornos de microondas para que todos los niños calienten su merienda, se acercaron a la reunión y resultó que una es Testigo de Jehová y se llama Estrella y pidió que su hermana Cielo viniera a hacer apostolado, y hasta la señora de servicio -que había venido con el café y unas empanadas frías cortadas en mitades que dejaban ver que las de queso eran sólo de aroma de queso- opinó antes de que la otra terminara que yo soy Adoradora de María y a las niñas del colegio hay que enseñarles a adorar a la madre de Dios para que se dejen de andar coqueteando desde que son unas bebés y dando saltos en la clase de deportes nada más que para que se les vea lo que no se les debe ver.

Pero la cosa no terminó ahí, porque yo siempre de boca floja comenté el asunto con mi hermana, que pasa hambre para pagar el viaje a la India a ver a su maestro contador de anécdotas en quién sabe qué lengua, a quien fui a escuchar la última vez que vino a Venezuela porque acepté la invitación de mi hermana, y me pareció que el verdadero maestro como que era el traductor, y mi hermana se empeñó y cuando se empeña es mejor complacerla porque si no se pone insoportable, en que cuadráramos para que en la próxima visita del Maestro lleváramos a los chamos al asram para que lo vieran a los ojos porque una mirada bastará para sanarlos e iluminarlos e iniciarlos en el camino del hinduismo, y les solté la propuesta, lo que ayudó a calmar un poco la reunión porque más de uno se quedó pensando si yo hablaba en serio. Y claro, si la idea es que los niños conozcan todas las corrientes de pensamiento religioso, yo no me iba a quedar tranquilo hasta que aceptaran que también había que dar cabida a un ateo o a un ateo creyente como yo que no creo en Dios pero creo en brujas y espíritus, y al final aceptaron no tanto porque los convenciera de la solidez de mis creencias sino por mi terquedad y porque ya se acerca la hora del almuerzo y nos vemos la semana que viene si Dios quiere.

Pero el asunto se puso de lo más diabólico en la siguiente reunión cuando tratamos de resolver el punto de distribuir el tiempo para hablar en clases de cada religión porque lo que hay previsto son sólo dos horas por semana y unas pocas semanas de clase al año, por más que a mi chamo le parezca que son como cien, porque una que no sé de dónde salió -porque las reuniones de Junta ya eran como asambleas- dijo que mitad y mitad para las monoteístas y las politeístas; y yo casi propongo que mitad y mitad para los ateístas y para los que no; y Salhá, que se convirtió en miembro permanente de la Junta por autoaclamación, exigió que mitad y mitad para los cristianos y los no cristianos, y después echó cuentas y propuso que a cada religión en proporción a su cobertura mundial; y la griega decía que no todas las religiones cristianas eran iguales y que había que diferenciarlas y que a cada una igual tiempo; y una “hermana” de mi hermana, que se había presentado puntualmente, sugirió que porque sí había que llevar a los chamos al asram y para eso tienen que prever un día completo, porque una hora de viaje de ida y una hora para comer la comida bendita y otra para escuchar las anécdotas y otra para que los muchachos en fila vieran cada uno a los ojos al Maestro después de que éste haga su hora de siesta después de las anécdotas, y una hora para regresar si es que no es hora pico porque la autopista de El Valle se pone lenta como una procesión del Nazareno de San Pablo de Santa Teresa.

Y mejor que no hubiera nombrado la “hermana” de mi hermana a esa procesión porque saltó uno que resultó ser defensor bolivariano de la cultura popular y que hasta ese momento había sido suplente de vocal con voto pero sin voz por lo tímido, y exigió que a la cultura religiosa del soberano hay que darle preferencial espacio en el tiempo -Einstein demostró que no son independientes- y que yo hablaré con la Supervisora de Distrito que es amiga mía para que apruebe una hora a la semana para eso, y ahí sí que se pusieron de acuerdo todos en un solo santo y se armó la sampablera y todos querían sermonear al mismo tiempo, hasta que no quedó otra que nombrar una comisión que se encargara de redactar una propuesta de acuerdo para someterla a la Dirección del colegio, propuesta que estuvo lista en un par de semanas y que, con las correcciones de estilo finales de la Junta religiosamente ampliada, quedó más ambigua que un acuerdo condenatorio de la OEA, y al final la Directora, católicamente, le dio el engavétese de costumbre, con lo que el cura de la parroquia sigue ejerciendo el monopolio de las dos horas semanales durante unas pocas semanas antes de la primera comunión de los chiquitos, aunque le diera miedo al hijo de alguna maestra, y mientras tanto los hijos de Salhá, de la griega, de la Hare Krishna, de Nahón y de la Testigo se divierten echando carreras en la cancha de fútbol que, dicho sea de paso, ya es hora de que le cambien el sustrato porque ese polvito de ladrillo rojo mancha zapatos, medias, pantalones y franelas y no hay detergente que lo quite, por más religioso que sea el lavado.

Simón
Abril 24, 2006

jueves, abril 06, 2006

Creo

El Dios en que creo es perfecto, no es consciente, no decide, no ama ni odia porque ambos actos exigen conciencia y decisión; no espera porque el tiempo para él es infinito y para él no hubo un primer instante, como tampoco habrá un último; no nos espera ni presta atención, porque esperar exige conciencia del tiempo y prestar atención exige conciencia de la existencia, de la individualidad; tampoco juzga, porque ello es un acto consciente; no escucha, no ve, no siente, no huele, no saborea, porque no necesita relacionarse con el mundo exterior, porque el mundo exterior no existe para él; hablar de su omnipotencia no tiene sentido, porque no tiene contraparte ante quien medir su poder… sería como decir que yo soy más poderoso que mi corazón. A veces, en los momentos en que me siento perdido, desolado, sin salida, y siento la necesidad de algo superior en que refugiarme, ante que suplicar para que lo que me queda de esperanza se dirija hacia una última opción, tiendo a caer en la tentación de creer en un Dios personalizado, que escucha, que responde; y en mi incipiente locura pienso que mi concepción del Dios inconsciente es una concesión que le hago, mi perdón ante la imperfección de su supuesta obra, que delataría su propia imperfección, su impotencia ante la posibilidad de que la nada, de pronto, sin estímulo externo, se disocie en dos extremos: la luz y la oscuridad, el frío y el calor, el silencio y el estruendo, el movimiento y la inmovilidad, el bien y el mal, porque en el estado en que me encuentro me niego a creer que hubiera decidido crear algo más que la nada.

El Dios en que creo es todo y es nada; no me sirve, o mejor dicho, no me presta servicio; simplemente está ahí, perfecto. Cuando veo la desesperante imperfección del mundo en que vivo, mi mente se disfraza de astronauta y empiezo a ascender en el espacio. Apenas iniciado el viaje, los seres humanos desaparecen de mi vista, luego los contornos de las ciudades y las líneas de las autopistas; las luces de las ciudades y pueblos, en el lado en que es de noche, se aprecian sólo durante unas fracciones de segundo en este viaje de alejarme de este mundo en busca de otra perspectiva. Unas fracciones de segundo más y traspaso los límites del sistema solar; la Tierra desapareció de mi vista hace unos instantes. Volteo y desaparece de mi mente la impresión de un viaje en retroceso. Dejo atrás la Vía Láctea, me enfrento al espectáculo de miles de millones de galaxias y me detengo. No percibo movimiento ni sonido alguno. La inconmensurable masa de estrellas parece inmovilizada en un caldo de plexiglás petrificado e invisible. El tiempo se detiene. El asombro da paso a una sensación opresiva de soledad.

En un parpadeo vuelvo al sofá en el que se inició mi viaje. La sensación de soledad desaparece. La televisión sigue mostrando la misma imagen que al iniciar mi viaje. No ha transcurrido ni un segundo. Una mujer de expresiones rabiosas clama justicia; otra pide la pena de muerte para los secuestradores asesinos. La tristeza vuelve a mi pecho y a mis ojos. Casi instintivamente cambio el canal y contemplo las imágenes de un submarino ruso destruyendo un barco cargado de más de nueve mil civiles durante la segunda guerra mundial. Vuelvo a cambiar y un noticiero explica las razones de que un movimiento terrorista haya ganado las elecciones en Palestina. Marco el número de un canal local y aparece un analista internacional hablando del apoyo del gobierno al programa nuclear iraní.

Vuelvo a parpadear y me encuentro de nuevo paralizado en el caldo negro de estrellas. La humanidad, perdida en algún minúsculo e inapreciable grano alrededor de una estrella en alguna de esas brillantes galaxias, es hasta ahora sólo un accidente doloroso para quienes lo protagonizamos, pero imperceptible para este Dios, para este Dios perfecto del que soy parte imperfecta.

Simón Saturno
Abril 6, 2006