jueves, diciembre 24, 2015

2015: Un año inolvidable

El 2015 ha sido un año de nunca olvidar (no le digan nada, pero lo mismo dije del 2014, hace un año): Alcancé niveles de pelazón económica alarmantes, hasta el punto de proponerme y lograr que empezaran a pagarme la pensión de vejez, equivalente a unas 2 milésimas de mi último salario como empleado público, lo cual agradezco de cierta manera, porque no sólo me ha obligado a aprender administración de crisis sino que me hace ejercitar los pulmones a punta de suspiros, al recordar aquellos tiempos de despreocupación económica, cada vez que veo el monto recién depositado en la cuenta bancaria que tuve que abrir para recibir la limosna.
    
Me vi obligado a desarrollar otras habilidades y dejar atrás por los momentos mi empeño en ser regulador del servicio eléctrico. Publiqué mi primer libro de cuentos cortos –Crónicas Turbanas –más cargados de emociones mías que de realidad o de técnica literaria, algunos turbadores y otros urbanos para justificar la invención del título. Mis últimos trabajos como profesional de la Ingeniería Eléctrica y del Derecho y hasta de la Sociología improvisada y la Gastronomía, han sido más de escribir y revisar lo escrito por otros que de inventar, pero no me quejo, porque sigue apasionándome lo que hago.
   
Un nuevo nieto se sumó a la familia: Marcelo, un regalador de amplias sonrisas sin mucho esfuerzo. Uno que se une a mi lista de siete para completar dos de Dorina, dos de Bruno, dos de Giorgio, dos de Yudith (que espero volver a ver algún día), cada uno una maravilla de la creación. Me faltan los dos de Gustavo y los dos de Daniel Andrés… cuestión de no contribuir con la disminución de la población mundial.
   
Un año de nostalgia también, al ver a otro hijo que se va en busca de mejores oportunidades y de darlas a sus hijos. Ya tengo cuatro afuera, que difícilmente volverán. Pero también un año de reencuentro con familiares amorosos y solidarios que con gusto me tendieron la mano en el justo momento de necesitarla; y con amigos que me hacen sentir que siempre están ahí –en persona, cerca o lejos o a través de las redes –para llenarme la cabeza y el cuerpo entero de poesía, de risa, de cariño, de recuerdos, de proyectos, de ilusiones, de nuevos inicios, de todo.
   
Y para que no pregunten dónde está Simón, les añado que también  fue el 2015 un año de amor, emoción, aprendizaje y esperanza en muchos sentidos, rejuvenecedores algunos. Descubrí que puedo ser buen acompañante para interminables viajes por carreteras o por sueños: a gusto del conductor o del compañero de asiento, puedo hacerme el muerto, o el guía turístico, o el botánico, o el echador de chistes, o el poeta, o puedo –acompañado de mi Kindle, regalo de Gabriela –leer extractos de Socialismo, de Ludwig von Mises;  de mi libro, de mi autoría con una pequeña ayuda de mis amigos; del Código Civil Venezolano, de autoría difusa; de Como Agua para Chocolate, de Laura Esquivel; de Memorias de Mama Blanca, de Teresa de la Parra; de La Desnudez del Loco, de Armando Rojas Guardia; y algunos otros libros. También puedo dar cursos teóricos cortos sobre el uso de las manos, tanto de las que están en los extremos de los brazos como las de cambur, las de cartas y las de dominó. Puedo recitar los 32 sonidos vocales del francés, las 40 formas de decir nieve en esquimal (preferiblemente no ante esquimales, para no confundirlos) y que en realidad son sólo dos: qanik y aput; puedo hablar del origen no confirmado de los 28 errores más comunes de los periodistas y narradores de noticias de habla española; y hasta puedo recitar una que otra canción de Joaquín Sabina, que me abstendría de cantar para no causar discusiones bizantinas sobre los derechos de autor. Dependiendo de si el conductor o vecino de asiento es conductora, vecina y/o/u no,  el viaje podría transformarse en un tour turístico-artesanal-gastronómico por poblaciones pequeñas de Aragua, Carabobo, Yaracuy, Lara o Los Andes –independientemente de que el viaje sea sólo intraurbano –que podría incluir la parte práctica del curso aquel sobre el uso de las manos (la parte referida a las manos que están en los extremos de los brazos). También puedo, desde casa, desde una laptop, hacer mercadeo de candidatos a diputados y salir victorioso. O preparar por primera vez yo solo un pan de jamón y que me quede lindo y bello y hasta bueno; o almorzar solo en un restaurante y sentirme bien acompañado por cualquiera de mis otros yo.
  

Total, que luego de cumplir mis terceros 22 y de iniciar mis terceros 33, puedo decir que hay Simón para rato, y que no veo cruz en mi camino, como tampoco la veía el loco aquel del que celebramos dos mil y pico de años de nacido en estos días… ¡Hay que ver el vueltón que di para hacer de esto una tarjeta de Navidad! Deseo que la celebración –tanto para los que creen, porque creen, como
para los que no creen, porque para celebrar sólo se necesitan las ganas –sea en sana paz, divertida, emotiva y sensualmente sabrosa y movida; y que el año nuevo sea democrático, de tolerancia, de respeto de los derechos del otro, de cualquier otro; de enseñanzas y aprendizajes, de crecimiento de todos, y de construcción de un futuro de prosperidad. Los quiero mucho, a cada uno de ustedes, por razones generales, y por motivos particulares que con gusto diré a quien no se los haya dicho y quiera escucharlos.

viernes, octubre 23, 2015

Una cancha común

Ésta podría ser una calle de cualquier pueblo de Venezuela, no muy alejada de una populosa ciudad: de tierra, rodeada de viviendas humildes y terrenos con siembras precarias. Al recorrerla y encontrarte con su gente puedes escuchar el cuento de una antigua promesa incumplida de asfaltado y de una ruta de transporte público. Una hilera de postes y un único cable transportan energía eléctrica que a veces no es suficiente para encender los bombillos ahorradores. En el frente de cada casa, uno o dos tanques de agua de 600 litros cada uno, muestran sus bocas abiertas, sedientas a la espera del camión cisterna que de tanto en tanto manda la Alcaldía, o el que en estos tiempos electorales envía una recién creada Misión.
                Desde este punto al Centro Comercial Las Trinitarias de Barquisimeto hay apenas 7 kilómetros. Afortunadamente llega la señal de TV, lo que permitirá –llegado el caso de que se presentara un policía a recorrer la calle –saber que es un “agente del orden” y no un invasor extraterrestre. Al final de la calle, la casa de frente azul guarda los arcos y la pelota de jugar futbolito. La cancha es la misma calle. Los juegos se realizan por lo general en las tardes. Los jugadores no tienen uniformes, así que hay que recordar bien quién quedó en cada equipo luego del sorteo previo: tres jugadores por cada lado. La pelota está despellejada de tanto rodar en la cancha de tierra seca. Ocasionalmente el partido es interrumpido por un mototaxi, única forma de transporte público que pasa desde que los taxis dejaron de venir para no dañar sus cauchos y amortiguadores en la accidentada bajada que precede a esta calle. También ocasionalmente el partido se detiene unos segundos para dejar pasar a un transeúnte apurado que no tiene tiempo de esperar un tiro al arco, única acción que según las reglas propias lo detiene, porque se marca un gol o porque la bola sale de los extremos longitudinales del campo.

                Los jugadores son adolescentes. El primer día en que atravesé la cancha durante un juego, lo hice luego de respirar profundo. Sabía, porque me advirtieron días antes, que uno de esos muchachos había matado a otro por una deuda impagada. Me fui por la orilla enmontada creyendo que no era parte del campo de juego, pero poco antes de llegar al arco más lejano, justo en frente de la casa azul, cuatro jugadores me rodearon en su persecución de la pelota, que llegó a mis pies. Por reflejo la pateé hacia uno de los jugadores, que la recibió, volteó y metió gol. Me alejé sin voltear mientras discutían la validez del gol, producido con mi ayuda.

domingo, octubre 11, 2015

La ineficiente sabrosura

El control de cambio y la regulación de precios, principales causantes de la escasez y el desabastecimiento, introducen fatales niveles de ineficiencia en el país que los padece, y quienes más los sufren son los trabajadores asalariados y las familias de menores ingresos.

Ningún empresario puede permitir que sus trabajadores falten dos días al mes sin sufrir una importante baja en sus ingresos, y en los actuales momentos en Venezuela, quien no tiene para pagar los precios que cobra un bachaquero por los productos de la cesta básica, tiene que dedicar al menos dos días al mes para hacer colas y recorrer abastos y supermercados para lograr adquirir lo que necesita para llenar el estómago de su familia, aunque tal vez no lo suficiente para alimentarla adecuadamente. La gran mayoría de los trabajadores venezolanos no tiene un vehículo propio, por lo que debe acudir al transporte público, lo que resulta –en la mayoría de las poblaciones del país –una pesadilla creciente. Así, entre colas a la espera del transporte, colas de tránsito vehicular en las calles y colas para adquirir alimentos, medicamentos, productos de higiene personal y limpieza, se desperdician millones de horas de gente que podría estar produciendo riqueza para el país.

Desafortunadamente muy pocos tienen la capacidad para valorar y entender el costo de esta ineficiencia, e incluso jerarcas del gobierno no sólo aceptan su existencia, sino que con cinismo llegan a calificar esas colas de sabrosas, un calificativo que sólo lo entendería en alguien que disfruta la intimidad a juro de ser apretujado en una cola como la de la foto o dentro de un autobús de transporte público en hora pico, pero que me resulta inaceptable para quien debería estar pensando y diseñando políticas públicas para lograr una mejor calidad de vida para la gente y un país productivo y sustentable.

Sin duda, el 6 de diciembre de 2015 será una buena oportunidad para enrumbar al país por una buena senda, constituyendo una Asamblea Nacional de mayoría calificada, que se ocupe de designar autoridades independientes para todos los Poderes Públicos, controlar al gobierno para lograr una administración sensata de los recursos públicos, y poner orden en el sistema legislativo venezolano, plagado de leyes incoherentes, populistas y demagógicas que han permitido alcanzar los escandalosos niveles actuales de ineficiencia de nuestra sociedad.

Foto tomada de http://renderasbusiness.com/colas-se-multiplican-en-supermercados-de-venezuela-ante-escasez-y-gobierno-envia-resguardo-policial/

martes, octubre 06, 2015

¡Encorralados!

En Venezuela mucha gente respondió al llamado de los bancos del gobierno y los recién estatizados, a abrir cuentas en ellos, y sigue haciéndolo en vista de que son los únicos autorizados para ser operadores cambiarios para poder tener acceso a los cupos de divisas, cada vez menores, dicho sea de pasada. También muchos comercios, atraídos por la posibilidad de obtener financiamiento para sus negocios y por la esperanza de importar insumos, decidieron abrir sus cuentas en esos bancos e instalar puntos de venta en sus instalaciones.
En Barquisimeto empezamos a sentir que esas decisiones no fueron tan acertadas. Desde hace algunas semanas los comercios de la ciudad empezaron a rechazar las tarjetas de débito y crédito como medio de pago y a exigir la cancelación en efectivo de las compras. Desde entonces las colas en los cajeros automáticos para hacer retiros han ido creciendo, lo que añade una cola más al calvario de los consumidores para hacer sus compras de alimentos, medicamentos, útiles escolares y demás productos de la cesta básica. Por otro lado, puesto que los retiros de efectivo de un cajero automático tienen un límite diario, la gente se ve obligada a hacerlos cada día para tener suficiente dinero en la cartera el día en que requiera hacer sus compras. Los rateros se frotan las manos ante la perspectiva de mejoramiento de los rendimientos de su actividad hamponil y los pedigüeños se hacen más amenazantes en sus pedidos en las unidades de transporte público, a sabiendas de que la gente lleva efectivo consigo. Y como es usual en nuestro país, empiezan a correr rumores sobre un posible corralito en el que nos veríamos limitados en la cantidad de nuestro dinero que podríamos retirar de nuestras cuentas bancarias, como si no fuera suficiente la pesadilla de corral que nos impide convertir nuestros menguados ingresos en una divisa estable, ante la producción de dinero inorgánico que el gobierno hace sin escrúpulo alguno y en abierta y desfachatada violación de la Constitución y las leyes.
Los comercios consultados esgrimen argumentos disímiles sobre las causas de rechazar los pagos mediante tarjetas de débito y crédito: que los bancos del gobierno, operadores de los puntos de venta, retrasan los depósitos que deben hacer de los montos de las ventas realizadas por medio de esas tarjetas; que la información de los movimientos bancarios puede ser utilizada por el gobierno para controlar la operación de los comercios, que se ven obligados a reponer inventarios con sobreprecios, en vista de la escasez y el desabastecimiento; que ante las restricciones de la venta de divisas, se hace necesario contar con efectivo para hacer tratos en el mercado negro y que no queden registradas en los bancos las operaciones de alto monto; y claro, los rumores de congelamiento de cuentas y de impuestos a las transacciones financieras.

Total, sean o no ciertas las razones para ello, los barquisimetanos empiezan a sufrir las consecuencias del encorralamiento producido por el elemento más dañino para la economía y la vida de un país: la desconfianza. Ella aleja las inversiones, dispara la inflación, estimula las compras nerviosas y el acaparamiento, aumenta la ineficiencia de la sociedad hasta niveles insoportables, y produce la angustia, la desesperación y la frustración permanentes de la población ante cualquier necesidad, por más básica que sea, que le lleve a tener que comprar un producto o contratar un servicio. Reponer la confianza exige un cambio que por lo visto el gobierno no piensa dar, que la directiva de la Asamblea Nacional persiste en impedir y que el Poder Judicial está dispuesto a bloquear. Queda en manos de la población dar los pasos para restablecer la tan necesaria confianza.

domingo, octubre 04, 2015

Una mañana dominguera cualquiera en El Cercado



El Cercado, en las afueras del noreste de Barquisimeto. Me despierta el ruido de las guacharacas correteando por el techo metálico de la antesala de la casa. Al fondo de ese tiquitiqui escucho el canto de los gallos, cada uno a su turno, cada vez más lejos hasta que se invierte el sentido de la seguidilla y uno a uno se van pasando el testigo hasta llegar al del vecino, algo ronco, tal vez por viejo. Hoy hay visita en la casa, así que me propongo hacer cachapas con los jojotos comprados ayer en la feria “Coffe & Vegetales” en Las Trinitarias. La visita aún duerme. Me dará tiempo.

Pelo los jojotos, los desgrano, y procedo a moler una primera porción en la licuadora, hasta darme cuenta -casi enseguida -de que la base del vaso no estaba bien puesta. Me pongo a limpiar la cocina, el mesón, las paredes, la cafetera, la tabla de picar, la ventana, la franela, las cejas, los lentes, el paladar y todo lo demás salpicado de agua de jojoto molido; miro al techo y respiro aliviado. Coloco bien la base del vaso de la licuadora y continúo la molienda del maíz. Como estoy en casa de mi hermana, vegetariana enemiga de las “menstruaciones de gallina”, no hay huevos, así que con cierta aprensión me dispongo a cocinar las cachapas. Añado a la mezcla algo de avena en hojuelas y harina de maíz para cachapas, con la esperanza de lograr cohesión.

Cocino las primeras cuatro cachapas en el viejo budare de superficie irregular producto de años de masas adheridas, quemadas y despegadas a golpe y porrazo. Trato infructuosamente de despegarlas, me rindo, espero que se cocinen los trozos adheridos al budare para despegarlos a juro y con ellos dar desayuno al perro.

Cocino el resto de las cachapas y y voy poniendo nombre a cada una según la forma en que quede después de despegadas del budare: Van Gogh sin oreja, elefante manco, orquídea marchita, pera plana, Volkswagen convertible, cachapa, fogata... La visita, amiga de mi sobrino, confiesa al servirle la primera, que no las come porque no le gusta el sabor dulzón del maíz. Mi sobrino se repone de la sorpresa y corre a preparar un par de arepas con harina de maíz, afrecho, avena y linaza. Mientras tanto sigo cocinando las cachapas artísticas. Cuando las arepas sonaron a tamborcito, nos sentamos a desayunar. Al terminar hacemos la rifa a ver quién no lavará los platos.

Voy a buscar el agua para lavar los platos una vez aceptada la idea de que no tengo suerte en las rifas. En el borde de calle de cada casa de El Cercado hay uno o dos tanques plásticos azules de 600 litros, en el que el camión de agua descarga su ración semanal de 500: nunca más porque “no alcanzaría para todos”, dice el operador de la manguera. El camión no tiene una manguera larga como para llegar al tanque elevado de las casas, ni tiene tiempo de meterse en el terreno de cada una para acercársele, porque debe hacer varios viajes cada día para que la representante del Consejo Comunal le firme y selle la certificación de haber prestado el servicio a la comunidad. El agua es clara, inodora y aparentemente potable. Cuando la superficie se calma aparece una capa de lo que según mi hermana es carbonato cálcico proveniente de los pozos de donde se saca el agua suministrada al sector: “Tapa las tuberías: las de la casa y las de la sangre, y se gasta más para quitar el jabón de los platos y de la piel, pero al menos tenemos agua”, dice mi hermana. 

Lavo los platos y al secarme las manos observo la piel brillante y arrugada de mis dedos, producto del uso del detergente lavaplatos, el multiuso que se consigue en envase de un galón. Enciendo el celular para escribirle a una amiga peleona que se niega a hacer colas en Caracas para comprar papel sanitario. Por cierto, recuerdo, nos queda sólo el rollo que está en uso.

miércoles, septiembre 30, 2015

El calor de El Cercado

Estoy inmovilizado por el calor del mediodía. El roce de la piel con el aire caliente, parece producir ampollas. A los zancudos se les incendian las alas y en su vuelo forman delgados hilos de humo en el aire. Las orugas en las arrugadas hojas de los arbustos se resisten a tejer sus capullos al ver a las mariposas volar con sus alas en fuego. El aire se detiene para dejar escuchar la respiración de las hormigas, paralizadas en los troncos de los árboles, jadeando a la espera de que el piso candente se enfríe un poco. Es el calor de El Cercado, una zona rural en el borde noreste de Barquisimeto. Las recientes invasiones de terrenos en las zonas bajas, más cercanas a la ciudad, han traído consigo incontables tomas ilegales en las tuberías de suministro de agua de la zona, por lo que desde hace un par de meses se interrumpió el servicio, que ya venía presentando fallas de presión por una ventosa rota a la salida del tanque elevado que permitía alimentar al sector. Los habitantes se contentan ahora por el suministro semanal y para algunos quincenal de agua mediante camiones cisternas que suplen unos 500 litros por casa cada vez. Las siembras de ají, de granos y de hortalizas se ven menguadas, cuando no muertas por la falta de riego. Hasta la sábila sufre la sequía y muestra sus hojas delgadas, de las que será imposible sacar un cristal.

Cuando el crepúsculo que asombra cada tarde da paso a la noche, acompaño a mi hermana a una reunión del Consejo Comunal, convocada hace un par de días para tratar el caso del transporte público. Esta noche es de esperar que no habrá apagón: primero fue ocasional, luego semanal, ahora interdiario; antes de 2 horas, luego de 3, y el de ayer de 4. Cuando llego a la reunión, una mujer residente de un sector vecino, conocida defensora de los logros de la revolución, informa que los conductores a los que se asignaron en venta los autobuses chinos para servir a la zona, no pagaron en un año ni una sola de las cuotas para comprar sus respectivas unidades, calculadas en el equivalente a menos de un 10% de sus ingresos mensuales, por lo que el gobierno decidió quitarles las unidades para venderlas a otros conductores interesados. La mujer informa que se crearán nuevas rutas alimentadoras que llevarán a los pasajeros desde sus áreas de residencia –muchas no servidas porque las calles son de tierra –hasta el borde de la ciudad, para abordar unidades de otras líneas hacia todos los rincones de la ciudad. Esas nuevas unidades cobrarán sólo Bs. 10 por pasajero por trayecto. Lo que no dice es que serán Bs. 10 adicionales a los 15 o 20 que cobran las líneas alimentadas, por lo que el gasto en transporte aumentará entre 50 y 67% para los habitantes del sector. Mi hermana interviene para hacer notar ese “detalle” pero es silenciada por la afirmación de la que lleva la batuta de la reunión, de que los conductores de las nuevas unidades contarán con una proveeduría en la que podrán adquirir cuando los necesiten, cauchos, baterías y repuestos (los logros de la revolución siempre son a futuro), por lo que no tendrán excusa para convocar paros de transporte como el que acaban de realizar los conductores del transporte público de la ciudad, “como parte de la guerra económica contra el gobierno”. Esta última afirmación me saca una carcajada inevitable, que corto enseguida al notar que más nadie ríe y que incluso algunos asistentes aplauden. La expositora cambia de tema y pasa a hablar de un parque infantil que la revolución construirá en un terreno del sector. 

Salimos de la reunión y pienso que el silencio de la mayoría se debe a que la gente se hace la tonta, o a que tal vez el calor de El Cercado mantiene a la gente en estado de sopor. La Luna, casi llena, tiene un tinte amarillento. En unos días habrá Luna sangrienta.

miércoles, septiembre 23, 2015

Los Trenzares de Historias de Adriana


La mayor parte del tiempo en la casi totalidad del mundo, la vida transcurre tranquila, sin que casi nada ocurra excepto las sencillas labores cotidianas. Tanto es así que los seres humanos nos quedamos absortos ante las noticias de eventos extraordinarios que nos traen los medios de comunicación: conflictos bélicos, catástrofes naturales, enfrentamientos religiosos, accidentes, delitos, pugnas políticas, crisis económicas, en los que se involucra una minúscula fracción de los habitantes del planeta. En las ciudades, donde el ritmo de vida es acelerado por la falta de tiempo para hacer todo lo que queremos o debemos, la vida parece alejada de aquella tranquilidad, como si la sencillez de lo cotidiano se hubiese perdido en algún momento de nuestra historia. El estrés nos domina y nos pone gríngolas que nos impiden encontrar lugares y momentos para el sosiego. Ese modo de vida nos lleva a percibir la acción de trenzar historias que desencadena Adriana, como la recreación de un acto extraordinario o de un recuerdo de costumbres de nuestros antepasados.


Pero la percepción de excepcionalidad de esos trenzares de historias se disuelve desde el primer instante de iniciarlos: las participantes se suman a ellos con la naturalidad de quien los realiza día a día, como si hubieran estado haciéndolos justo antes de salir de sus casas, lo que revela que esa sencilla actividad de peinar y hacer trenzas mientras cuentan historias está a flor de piel, en la punta de la lengua, casi como algo instintivo que no necesita de demasiado estímulo para revelarse, acaso como una exteriorización espontánea de un inconsciente elucubrar de las mujeres en torno lo que ocurre a su alrededor. La mente, las manos y los dedos se mueven casi automáticamente para tejer una cálida y divertida intimidad, mientras los rostros se serenan y ellas relatan anécdotas de la niñez, del día a día, de una bucólica vida que parece ser la de todo el tiempo en todo el mundo.

Imagen tomada de la página de Facebook Trenzar una a una nuestras historias, de Adriana Rondón Rivero

viernes, septiembre 11, 2015

Septiembre 10 de 2015, 10:45 pm. Desde hace menos de una hora algunos medios de comunicación difunden la noticia de que Leopoldo López ha sido condenado a más de 13 años de prisión por haberse manifestado en contra del gobierno. En un par de calles de Chacao se escuchan las cacerolas. En el resto de las calles, avenidas y plazas del Municipio se ven sólo algunos caminantes que se dirigen a las estaciones del Metro de Caracas para tomar el último tren, pues se acerca la hora de cierre del sistema de transporte masivo. La Plaza Altamira, supuesto símbolo de resistencia (lo fue durante el año anterior), se muestra solitaria, oscura, invadida por el silencio de los vecinos y de los opositores ausentes, temerosos, encerrados en sus casas, como individuos aislados de una sociedad que acepta una condena sin fundamento; una condena de un político que pecó por inocente, por haber creído que el pueblo respaldaría su protesta y presionaría para lograr una sentencia absolutoria; que pecó por inocente al haber creído que los países de la región se desharían de sus bozales de arepa para presionar para una liberación de los presos políticos; que pecó por inocente al creer que organizaciones como la UNASUR, la OEA y la CIDH podrían lograr hacer recapacitar a la banda de delincuentes que tiene tomados los Poderes Públicos de Venezuela y cesar sus abusos y sus violaciones a la Constitución y las leyes, para hacer justicia al menos hoy. Día aciago de la historia del país. En una televisora extranjera se oye al abogado del condenado que en resumen ratifica el ensordecedor silencio que arropa al país: "Es hora de prudencia... ".

Foto tomada de http://www.diariorepublica.com/sin-categoria/afp-disturbios-y-barricadas-apagan-la-vida-nocturna-del-este-de-caracas, 20150910 11:30 pm

miércoles, febrero 04, 2015

Priscilo, el primer chivo expiatorio

Priscilo, el primer chivo expiatorio

La manía de inventar nombres para los hijos es vieja. Antes, en los tiempos de mis abuelos, la gente que quería inventar uno masculinizaba uno femenino o viceversa. A Priscilo le decíamos “Viejita” –aunque era de la edad de mi hermano mayor, apenas veinte meses mayor que yo– pero nunca supe por qué, hasta ahora que descubro que Priscilo es el masculino de Priscila, diminutivo de Prisca, que en latín significa “antigua”. En latín también existía Priscus (antiguo), y me imagino que “antigüito” es “priscilo”, pero el nombre más conocido es el de Priscila, esposa de Aquila, ambos colaboradores del Apóstol Pablo en su labor evangelizadora en los inicios de la cristiandad.
Priscilo no era nada evangelizador; todo lo contrario, a decir de mi tía Catalina. Yo estaba llegando a mi adolescencia en los días en que lo conocí, más amigo de mi hermano que mío, pero coincidíamos en los juegos en la casona de mis abuelos paternos en Guama, porque él vivía casi enfrente, cruzando la calle. Priscilo –hijo de Petra, asistente doméstica de la tía Catalina– era de contextura fuerte, algo bajo para su edad, y muy creativo cuando de fregar la paciencia a la tía se trataba. Su cabello oscuro y ondulado siempre brillaba, como si lo tuviera lubricado, y jamás perdía su peinado, por más que se guindara cabeza abajo de una rama del guayabo del jardín central de la casa, al tiempo que se quedaba inmóvil y gritaba “¡Capítulo!”, con voz de narrador de radionovelas.
La tía Catalina, delgadita, de cabello canoso varonilmente corto –“para parecerse a Pedro”, mi padre, decía ella– algo encorvada y de caminar ruidoso y rítmico por arrastrar los pies, era un ser particular. Los domingos se arreglaba como para salir e ir a la iglesia, pero se quedaba en casa, con sus brazos llenos de pulseras de colores, su cabello engominado y su vestido recién planchado, caminando de un lado al otro de la casa, a veces murmurando ininteligiblemente, a la espera de que apareciera mi padre para quedarse muda. Se encerraba en su cuarto con su manada de gatos, sus torres de polvorientos periódicos que dejaban apenas estrechos pasillos para recorrer el cuarto, y su colección de objetos encontrados a lo largo de toda su vida. La casa se contagiaba del silencio del pueblo, excepto por el casi imperceptible sonido de la radio, y al mediodía el calor parecía detener todo movimiento. "Casa Venezia" decía el letrero para identificar la tienda, pintado en la pared exterior de la segunda planta de la casa, única de dos plantas en el pueblo. El ala de la tienda del abuelo, que hacía esquina, permanecía cerrada y abandonada desde que él murió. La planta superior, a la que se accedía por una empinada y polvorienta escalera de madera que chirriaba al pisar cada escalón, también había sido desocupada desde aquel tiempo y sólo era visitada por mí, tal vez mi hermano y Priscilo, y ocasionalmente por algún otro niño curioso visitante de la familia. Me gustaba subir en las mañanas para ver el espectáculo de los rayos solares que atravesaban las celosías, formaban bandas blancas en el piso ennegrecido, e iluminaban las partículas de polvo en el aire –“movidos por soplos que parecen invisibles”, según dijo Tito Lucrecio Caro, sesenta años antes de Cristo– y hacer volutas al pasar la mano lentamente por los chorros de luz. Desde entonces recuerdo el aroma de encierro y abandono de esa sala, cada vez que saco de su envoltorio plástico alguno de los trajes formales que guardo en el closet de mi casa y que me rehúso a botar por si se ponen de moda de nuevo.
La radio era de la tía Catalina. Estaba instalada en el pasillo anterior del jardín central de la casa. Ella la encendía temprano en la mañana y en la tarde, al salir de su cuarto, y la apagaba antes de irse a hacer siesta o a dormir en la noche. Había sido colocada sobre una mesita plegable recostada de una columna. Bajo cada una de las patas delanteras de la mesa había una pila de cajas de cartón vacías y aplastadas de detergente para ropa, de tal manera que la mesa se inclinaba hacia la columna y la radio reposaba contra ella. Las  pilas de cajas iban creciendo poco a poco, cada vez que Catalina colocaba una, luego de acabar con su contenido, cosa que no ocurría frecuentemente porque Petra lavaba en su casa la ropa de Catalina, y ésta utilizaba el detergente sólo para lavar la alfombra que tenía en su cuarto para que los gatos afilaran sus uñas. Al momento de la anécdota que intento contar desde hace rato, cada pila tendría alrededor de una docena de cajas, por lo que la mesa se inclinaba peligrosamente y no podría aceptar una caja más sin arriesgar seriamente su caída con todo y radio.
Aquel día había sido especialmente agitado. La casa se llenó desde temprano con nuestros gritos de juegos de escondido, la Eres,  peleas de espada y moneadas del guayabo. Nos habían dejado solos con la tía Catalina, y Petra estaba en su casa, tal vez lavando ropa. Eran cerca de las tres de la tarde y estábamos tirados en el piso descansando del último juego y dándole vueltas a la cabeza para decidir el próximo. La tía Catalina dormía la siesta. Priscilo se levantó, hizo señas de que le siguiéramos en silencio hasta la mesa de la radio, y nos propuso sacar una caja de detergente de cada una de las pilas de la mesa. Así lo hicimos, arreglamos las pilas para no dejar señas de nuestra travesura, y mi hermano tomó las dos cajas y fue al fondo de la casa a lanzarlas al patio posterior. Luego de reírnos muy discretamente de la diablura, decidimos jugar metras en las veredas del jardín. En eso estábamos, olvidado ya el asunto de las cajas de detergente, cuando escuchamos los rítmicos pasos de la tía Catalina, que salía de su cuarto luego de su siesta y se encaminaba hacia su radio para encenderla. Era el turno de Priscilo, que se preparaba para hacer gala de su certera puntería con su metra de vetas blanca, roja y azul, para alejarme del último hoyo del recorrido del juego, y aguardábamos en tenso silencio el resultado de su disparo. Entonces escuchamos el desesperado grito de Catalina: “¡Me quitaron mis cajas!”. Acto seguido dio la vuelta, se dirigió al zaguán y se asomó a la calle para emitir un segundo grito que agrietó el silencio de la calle principal del pueblo como si un rayo la hubiera alcanzado: “¡Peeeetra, mira-aquí-a Priscilo!”.
Mi hermano corrió al patio trasero, recogió las dos cajas de detergente, y antes de que Catalina regresara de su llamado a Petra, las tiró bajo la mesa de la radio. Nos hizo señas a Priscilo y a mí de seguirlo, corrimos al patio y saltamos el muro posterior, lo que me hizo descubrir ese día mis extraordinarias habilidades para el salto alto. Dimos rápidamente la vuelta a la casa hasta la esquina de la calle principal, nos asomamos y vimos a Petra que salía con paso apresurado de su casa hacia la de Catalina. Entonces caminamos como inocentes criaturas hacia la casa, para hacer creer que veníamos de alguna correría. Petra nos vio y nos esperó en la puerta. Recuerdo esa ocasión como la primera vez que veía a Petra. Era una mujer de piel tostada, de nariz gruesa idéntica a la de Priscilo, cabello negro recogido en un moño, ligeramente pasada de peso, de estatura mediana, de contextura común y corriente. Su mirada, de ojos negros en los que no se distinguían las pupilas, se clavó en los míos por una fracción de segundo, tiempo suficiente para grabarla en mi mente y hacerle replay en un par de pesadillas las noches siguientes. Extendió la mano cuando Priscilo estuvo cerca de ella, le agarró una oreja y lo arrastró a su casa, no sin antes hacernos un gesto con la cabeza que indicaba sin posibilidad de tergiversación que entráramos en la nuestra.
Al entrar Catalina ya había vuelto a poner las cajas en su lugar en cada pila y la radio apenas dejaba oír al narrador de las carreras de caballo. La tía escuchaba con interés y observaba la radio mientras esbozaba una sonrisa con expresión de seguridad, por la certeza de que la radio, inclinada como estaba, no permitiría que se saliera ninguno de los ejemplares competidores.


Imagen tomada de http://cohetesyconsistencia.blogspot.com 04/02/2015 8:00 pm

domingo, febrero 01, 2015

Mutación Insolente: Un ejercicio de plagio literario

Mutación Insolente
Un ejercicio de plagio literario

Jaime Sabines: Los Amorosos

1.      El Original

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

2.      Plagio 1: De amorosos a apasionados

Los apasionados callan.
El amor es el silencio más fino,

el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscan,
los apasionados son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los apasionados andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los apasionados
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los apasionados son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los apasionados son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los apasionados se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

3.      Plagio 2: De amorosos a apasionados y del amor a la pasión

Los apasionados callan.
La pasión es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscan,
los apasionados son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los apasionados andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan a la pasión.
Les preocupa la pasión. Los apasionados
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
La pasión es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los apasionados son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los apasionados son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en la pasión como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego de la pasión.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los apasionados se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

4.      Plagio 3: De amorosos a apasionados, del amor a la pasión y al pasado imperfecto

Los apasionados callaban.
La pasión era el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscaban,
los apasionados eran los que abandonaban,
eran los que cambiaban, los que olvidaban.
Su corazón les decía que nunca habrían de encontrar,
no encontraban, buscaban.

Los apasionados andaban como locos
porque estaban solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvaban a la pasión.
Les preocupaba la pasión. Los apasionados
vivían al día, no podían hacer más, no sabían.
Siempre se estaban yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperaban,
no esperaban nada, pero esperaban.
Sabían que nunca habrían de encontrar.
La pasión era la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados eran los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— habrían de estar solos.

Los apasionados eran la hidra del cuento.
Tenían serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchaban
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no podían dormir
porque si se dormían se los comían los gusanos.

En la obscuridad abrían los ojos
y les caía en ellos el espanto.

Encontraban alacranes bajo la sábana
y su cama flotaba como sobre un lago.

Los apasionados eran locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salían de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se reían de las gentes que lo sabían todo,
de las que amaban a perpetuidad, verídicamente,
de las que creían en la pasión como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados jugaban a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Jugaban el largo, el triste juego de la pasión.
Nadie habría de resignarse.
Dicen que nadie habría de resignarse.
Los apasionados se avergonzaban de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermentaba detrás de los ojos,
y ellos caminaban, lloraban hasta la madrugada
entre trenes y gallos se despedían dolorosamente.

Les llegaba a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que dormían con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se ponían a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se iban llorando, llorando
la hermosa vida.

5.      Plagio 4: De amorosos a apasionados, del amor a la pasión y al simple pasado


Los apasionados callaron.
La pasión fue el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscaron,
los apasionados fueron los que abandonaron,
fueron los que cambiaron, los que olvidaron.
Su corazón les dijo que nunca habrían de encontrar,
no encontraron, buscaron.

Los apasionados anduvieron como locos
porque estuvieron solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvaron a la pasión.
Les preocupó la pasión. Los apasionados
vivieron al día, no pudieron hacer más, no supieron.
Siempre se estuvieron yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperaron,
no esperaron nada, pero esperaron.
Supieron que nunca habrían de encontrar.
La pasión fue la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados fueron los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— habrían de estar solos.

Los apasionados fueron la hidra del cuento.
Tuvieron serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hincharon
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no pudieron dormir
porque si se dormían se los comían los gusanos.

En la obscuridad abrieron los ojos
y les cayó en ellos el espanto.

Encontraron alacranes bajo la sábana
y su cama flotó como sobre un lago.

Los apasionados fueron locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salieron de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se rieron de las gentes que lo sabían todo,
de las que amaron a perpetuidad, verídicamente,
de las que creyeron en la pasión como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados jugaron a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Jugaron el largo, el triste juego de la pasión.
Nadie habría de resignarse.
Dijeron que nadie habría de resignarse.
Los apasionados se avergonzaron de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermentó detrás de los ojos,
y ellos caminaron, lloraron hasta la madrugada
entre trenes y gallos se despidieron dolorosamente.

Les llegó a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que durmieron con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se pusieron a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se fueron llorando, llorando
la hermosa vida.