martes, febrero 07, 2006

Las palabras... las palabras...

El problema de ser consultor independiente (eufemismo por desempleado de alta calificación) es que uno tiene mucho tiempo para filosofar, sobre todo cuando uno se da cuenta de que los trabajos llegan con la misma frecuencia, te mates o no te mates haciendo ofertas. Pero no hablo de filosofar sobre tonterías que si el sentido de la vida o por qué estamos aquí o si somos alguien distinto del ser que llevamos por dentro y que observa cada uno de nuestros actos, o del que ejecuta esos actos. Me refiero a cosas serias y trascendentes, como por ejemplo las cosas que decimos. La vida es toda una serie de experiencias, una detrás de la otra, nunca una al lado de la otra, por más que los físicos cuánticos digan que todas las alternativas coexisten simultáneamente; y hasta creo que uno viene a este mundo nada más que para eso: para sufrir o gozar o ser indiferente ante esa serie de experiencias… o cualquier combinación de dos de esas tres: sufrir-gozar, sufrir-indiferente, gozar-indiferente y sus medias tintas. Pero apartando el sentido que eso pueda tener, si lo tiene, esa serie de experiencias me ha enseñado que cuando uno dice algo siempre hay un alto riesgo de que alguien crea lo que uno dice, y también una alta probabilidad de que quien lo crea sea la persona a quien uno está diciendo lo que dice. Y eso hay que tomarlo en cuenta a la hora de decir algo, sobre todo cuando alguien se atreve a pensar que sabe más que uno, ocasión en uno se pone creativo y empieza a decir lo primero que se le viene a la cabeza con tal de dejar bien sentado que si alguien tiene la verdad no es tu interlocutor sino tú mismo. Es divertido observarse -u observar, si es que el yo observador es distinto del yo observado- en esos momentos: tu interlocutor, en un arranque de osadía, dice algo que parece indicar que sabe más que tú, y entonces tu mente -o el que maneja tu mente- empieza a buscar en el cerro de gavetas que hay en tu cerebro, algún conocimiento que ponga al otro en su sitio o, si no lo encuentra, algún razonamiento que le haga pensar que está lloviendo sobre mojado porque eso lo sabías tú de antes y que lo que él es no es más que un periódico de ayer… o de trasanteayer. Y es en ese momento en el que hay que estar mosca, o el que nos observa desde adentro de nosotros mismos tiene que estar mosca, porque es posible que nuestro interlocutor se ponga en su sitio, ponga cara de iluminación o domine su reflejo de poner cara de iluminación inútilmente porque uno se da cuenta, acepte que sabe menos que uno y, ¡Oh fatalidad!, crea lo que uno le acaba de decir, o peor… o no sé si peor: que generalice y de ahí en adelante crea todo lo que le decimos. Claro, también puede ocurrir que nuestro interlocutor se haga el loco y nos haga creer que nos creyó y luego se vaya a comentar con algún amigo o amiga o conocido o conocida y ya me estoy cansando de que las palabras en masculino no se refieran a todos y todas, y le diga imagínate lo que dijo fulano y esperaba que yo le creyera, y le suelta lo que uno dijo o más o menos lo que uno dijo, y sea ese amigo o conocido el que termine creyendo lo que uno dijo o creyendo que uno es de fiar por las cosas que dice. Pero esto no es lo más importante, en mi opinión. Lo más importante es esa posibilidad de que el interlocutor de uno sea el que crea lo que uno dice, sobre todo si uno se encuentra frecuentemente con el interlocutor porque resulta que es tu cónyuge o tu hijo o tu jefe o tu compañero de trabajo o tu novia o el esposo de ella o tu suegra o para usted de contar, porque si se trata de alguien a quien apenas estás conociendo y no te interesa más allá de esta noche y esta cama, no importa casi. Y es importante en aquellos casos porque de ahí en adelante hay que mantener el criterio, a menos que estés dispuesto a aceptar en determinado momento que eres un irresponsable o un mentiroso al confesar que lo que dijiste no era verdad o no era cierto, lo cual por lo general es mejor dejarlo para vidas futuras, si es que crees en ellas, o para el juicio final, si es que crees en él, o para tus herederos y causahabientes, si es que alguno cree que vale la pena continuar o romper el hechizo. Y cuando uno se empeña, como debe ser, en mantener su criterio, se empiezan a enredar las cosas porque vienen las dificultades de conservar la coherencia y la línea de pensamiento como si hubiera o tuviera que haber alguna, porque nunca falta uno que se las dé de Sherlock Holmes o del hombre que recordaba y te diga con su cara muy lavada que tú el otro día dijiste tal o cual cosa que es todo lo contrario de lo que acabas de decir, o no todo lo contrario pero sí cincuenta por ciento contrario o incoherente o no concordante, y ahí sí que se pone la cosa divertida para el que se observa o para aquel otro que está dentro o detrás, porque ahí sí que se pone uno a sudar no necesariamente por los poros porque uno siente como si las circunvoluciones cerebrales sudaran pues ya uno sabe que no hay nada en el cerro de gavetas y no queda otra que buscar un razonamiento que esta vez será un poco más complejo y que al momento de soltarlo, como si la vida fuera una eterna clase de matemáticas o de teoría probabilística o un círculo vicioso interminable, existirán esas constantes, ineludibles e impepinables probabilidades: que lo que dices sea creído y que quien lo crea sea aquél a quien lo dices.

Simón Saturno
Febrero 07, 2006

No hay comentarios.: