jueves, abril 06, 2006

Creo

El Dios en que creo es perfecto, no es consciente, no decide, no ama ni odia porque ambos actos exigen conciencia y decisión; no espera porque el tiempo para él es infinito y para él no hubo un primer instante, como tampoco habrá un último; no nos espera ni presta atención, porque esperar exige conciencia del tiempo y prestar atención exige conciencia de la existencia, de la individualidad; tampoco juzga, porque ello es un acto consciente; no escucha, no ve, no siente, no huele, no saborea, porque no necesita relacionarse con el mundo exterior, porque el mundo exterior no existe para él; hablar de su omnipotencia no tiene sentido, porque no tiene contraparte ante quien medir su poder… sería como decir que yo soy más poderoso que mi corazón. A veces, en los momentos en que me siento perdido, desolado, sin salida, y siento la necesidad de algo superior en que refugiarme, ante que suplicar para que lo que me queda de esperanza se dirija hacia una última opción, tiendo a caer en la tentación de creer en un Dios personalizado, que escucha, que responde; y en mi incipiente locura pienso que mi concepción del Dios inconsciente es una concesión que le hago, mi perdón ante la imperfección de su supuesta obra, que delataría su propia imperfección, su impotencia ante la posibilidad de que la nada, de pronto, sin estímulo externo, se disocie en dos extremos: la luz y la oscuridad, el frío y el calor, el silencio y el estruendo, el movimiento y la inmovilidad, el bien y el mal, porque en el estado en que me encuentro me niego a creer que hubiera decidido crear algo más que la nada.

El Dios en que creo es todo y es nada; no me sirve, o mejor dicho, no me presta servicio; simplemente está ahí, perfecto. Cuando veo la desesperante imperfección del mundo en que vivo, mi mente se disfraza de astronauta y empiezo a ascender en el espacio. Apenas iniciado el viaje, los seres humanos desaparecen de mi vista, luego los contornos de las ciudades y las líneas de las autopistas; las luces de las ciudades y pueblos, en el lado en que es de noche, se aprecian sólo durante unas fracciones de segundo en este viaje de alejarme de este mundo en busca de otra perspectiva. Unas fracciones de segundo más y traspaso los límites del sistema solar; la Tierra desapareció de mi vista hace unos instantes. Volteo y desaparece de mi mente la impresión de un viaje en retroceso. Dejo atrás la Vía Láctea, me enfrento al espectáculo de miles de millones de galaxias y me detengo. No percibo movimiento ni sonido alguno. La inconmensurable masa de estrellas parece inmovilizada en un caldo de plexiglás petrificado e invisible. El tiempo se detiene. El asombro da paso a una sensación opresiva de soledad.

En un parpadeo vuelvo al sofá en el que se inició mi viaje. La sensación de soledad desaparece. La televisión sigue mostrando la misma imagen que al iniciar mi viaje. No ha transcurrido ni un segundo. Una mujer de expresiones rabiosas clama justicia; otra pide la pena de muerte para los secuestradores asesinos. La tristeza vuelve a mi pecho y a mis ojos. Casi instintivamente cambio el canal y contemplo las imágenes de un submarino ruso destruyendo un barco cargado de más de nueve mil civiles durante la segunda guerra mundial. Vuelvo a cambiar y un noticiero explica las razones de que un movimiento terrorista haya ganado las elecciones en Palestina. Marco el número de un canal local y aparece un analista internacional hablando del apoyo del gobierno al programa nuclear iraní.

Vuelvo a parpadear y me encuentro de nuevo paralizado en el caldo negro de estrellas. La humanidad, perdida en algún minúsculo e inapreciable grano alrededor de una estrella en alguna de esas brillantes galaxias, es hasta ahora sólo un accidente doloroso para quienes lo protagonizamos, pero imperceptible para este Dios, para este Dios perfecto del que soy parte imperfecta.

Simón Saturno
Abril 6, 2006

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