Priscilo, el primer chivo expiatorio
La manía de inventar nombres para los hijos es vieja.
Antes, en los tiempos de mis abuelos, la gente que quería inventar uno
masculinizaba uno femenino o viceversa. A Priscilo le decíamos “Viejita” –aunque
era de la edad de mi hermano mayor, apenas veinte meses mayor que yo– pero
nunca supe por qué, hasta ahora que descubro que Priscilo es el masculino de
Priscila, diminutivo de Prisca, que en latín significa “antigua”. En latín
también existía Priscus (antiguo), y me imagino que “antigüito” es “priscilo”,
pero el nombre más conocido es el de Priscila, esposa de Aquila, ambos
colaboradores del Apóstol Pablo en su labor evangelizadora en los inicios de la cristiandad.
Priscilo no era nada evangelizador; todo lo contrario, a
decir de mi tía Catalina. Yo estaba llegando a mi adolescencia en los días en
que lo conocí, más amigo de mi hermano que mío, pero coincidíamos en los juegos
en la casona de mis abuelos paternos en Guama, porque él vivía casi
enfrente, cruzando la calle. Priscilo –hijo de Petra, asistente doméstica de la
tía Catalina– era de contextura fuerte, algo bajo para su edad, y muy creativo
cuando de fregar la paciencia a la tía se trataba. Su cabello oscuro y ondulado
siempre brillaba, como si lo tuviera lubricado, y jamás perdía su peinado, por
más que se guindara cabeza abajo de una rama del guayabo del jardín central de
la casa, al tiempo que se quedaba inmóvil y gritaba “¡Capítulo!”, con voz de
narrador de radionovelas.
La tía Catalina, delgadita, de cabello canoso varonilmente
corto –“para parecerse a Pedro”, mi padre, decía ella– algo encorvada y de
caminar ruidoso y rítmico por arrastrar los pies, era un ser particular. Los
domingos se arreglaba como para salir e ir a la iglesia, pero se quedaba en
casa, con sus brazos llenos de pulseras de colores, su cabello engominado y su
vestido recién planchado, caminando de un lado al otro de la casa, a veces
murmurando ininteligiblemente, a la espera de que apareciera mi padre para quedarse muda. Se encerraba en su cuarto con su manada de gatos,
sus torres de polvorientos periódicos que dejaban apenas estrechos pasillos
para recorrer el cuarto, y su colección de objetos encontrados a lo largo de
toda su vida. La casa se contagiaba del silencio del pueblo, excepto por el
casi imperceptible sonido de la radio, y al mediodía el calor parecía detener
todo movimiento. "Casa Venezia" decía el letrero para identificar la tienda, pintado en la pared exterior de la segunda planta de la casa, única de dos plantas en el pueblo. El
ala de la tienda del abuelo, que hacía esquina, permanecía cerrada y abandonada
desde que él murió. La planta superior, a la que se accedía por una empinada y
polvorienta escalera de madera que chirriaba al pisar cada escalón, también
había sido desocupada desde aquel tiempo y sólo era visitada por mí, tal vez mi
hermano y Priscilo, y ocasionalmente por algún otro niño curioso visitante de
la familia. Me gustaba subir en las mañanas para ver el espectáculo de los
rayos solares que atravesaban las celosías, formaban bandas blancas en el piso ennegrecido,
e iluminaban las partículas de polvo en el aire –“movidos por soplos que
parecen invisibles”, según dijo Tito Lucrecio Caro, sesenta años antes de
Cristo– y hacer volutas al pasar la mano lentamente por los chorros de luz. Desde
entonces recuerdo el aroma de encierro y abandono de esa sala, cada vez que saco
de su envoltorio plástico alguno de los trajes formales que guardo en el closet
de mi casa y que me rehúso a botar por si se ponen de moda de nuevo.
La radio era de la tía Catalina. Estaba instalada en el
pasillo anterior del jardín central de la casa. Ella la encendía temprano en la
mañana y en la tarde, al salir de su cuarto, y la apagaba antes de irse a hacer
siesta o a dormir en la noche. Había sido colocada sobre una mesita plegable recostada
de una columna. Bajo cada una de las patas delanteras de la mesa había una pila
de cajas de cartón vacías y aplastadas de detergente para ropa, de tal manera
que la mesa se inclinaba hacia la columna y la radio reposaba contra ella. Las pilas de cajas iban creciendo poco a poco,
cada vez que Catalina colocaba una, luego de acabar con su contenido, cosa que no ocurría frecuentemente porque Petra lavaba en su
casa la ropa de Catalina, y ésta utilizaba el detergente sólo para lavar la
alfombra que tenía en su cuarto para que los gatos afilaran sus uñas. Al
momento de la anécdota que intento contar desde hace rato, cada pila tendría
alrededor de una docena de cajas, por lo que la mesa se inclinaba
peligrosamente y no podría aceptar una caja más sin arriesgar seriamente su
caída con todo y radio.
Aquel día había sido especialmente agitado. La casa se
llenó desde temprano con nuestros gritos de juegos de escondido, la Eres, peleas de espada y moneadas del guayabo. Nos
habían dejado solos con la tía Catalina, y Petra estaba en su casa, tal vez
lavando ropa. Eran cerca de las tres de la tarde y estábamos tirados en el piso
descansando del último juego y dándole vueltas a la cabeza para decidir el
próximo. La tía Catalina dormía la siesta. Priscilo se levantó, hizo señas de
que le siguiéramos en silencio hasta la mesa de la radio, y nos propuso sacar
una caja de detergente de cada una de las pilas de la mesa. Así lo hicimos, arreglamos
las pilas para no dejar señas de nuestra travesura, y mi hermano tomó las dos
cajas y fue al fondo de la casa a lanzarlas al patio posterior. Luego de
reírnos muy discretamente de la diablura, decidimos jugar metras en las veredas
del jardín. En eso estábamos, olvidado ya el asunto de las cajas de detergente,
cuando escuchamos los rítmicos pasos de la tía Catalina, que salía de su cuarto
luego de su siesta y se encaminaba hacia su radio para encenderla. Era el turno
de Priscilo, que se preparaba para hacer gala de su certera puntería con su metra de vetas blanca, roja y azul, para alejarme del último hoyo del recorrido del juego, y aguardábamos en tenso
silencio el resultado de su disparo. Entonces escuchamos el desesperado grito
de Catalina: “¡Me quitaron mis cajas!”. Acto seguido dio la vuelta, se dirigió
al zaguán y se asomó a la calle para emitir un segundo grito que agrietó el
silencio de la calle principal del pueblo como si un rayo la hubiera alcanzado:
“¡Peeeetra, mira-aquí-a Priscilo!”.
Mi hermano corrió al patio trasero, recogió las dos cajas
de detergente, y antes de que Catalina regresara de su llamado a Petra, las
tiró bajo la mesa de la radio. Nos hizo señas a Priscilo y a mí de seguirlo,
corrimos al patio y saltamos el muro posterior, lo que me hizo descubrir ese
día mis extraordinarias habilidades para el salto alto. Dimos rápidamente la
vuelta a la casa hasta la esquina de la calle principal, nos asomamos y vimos a
Petra que salía con paso apresurado de su casa hacia la de Catalina. Entonces
caminamos como inocentes criaturas hacia la casa, para hacer creer que veníamos
de alguna correría. Petra nos vio y nos esperó en la puerta. Recuerdo esa
ocasión como la primera vez que veía a Petra. Era una mujer de piel tostada, de
nariz gruesa idéntica a la de Priscilo, cabello negro recogido en un moño,
ligeramente pasada de peso, de estatura mediana, de contextura común y corriente.
Su mirada, de ojos negros en los que no se distinguían las pupilas, se clavó en
los míos por una fracción de segundo, tiempo suficiente para grabarla en mi
mente y hacerle replay en un par de pesadillas las noches siguientes. Extendió
la mano cuando Priscilo estuvo cerca de ella, le agarró una oreja y lo arrastró
a su casa, no sin antes hacernos un gesto con la cabeza que indicaba sin
posibilidad de tergiversación que entráramos en la nuestra.
Al entrar Catalina ya había vuelto a poner las cajas en
su lugar en cada pila y la radio apenas dejaba oír al narrador de las carreras
de caballo. La tía escuchaba con interés y observaba la radio mientras esbozaba
una sonrisa con expresión de seguridad, por la certeza de que la radio, inclinada como
estaba, no permitiría que se saliera ninguno de los ejemplares competidores.
Imagen
tomada de http://cohetesyconsistencia.blogspot.com 04/02/2015 8:00 pm
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