domingo, febrero 01, 2015

Mutación Insolente: Un ejercicio de plagio literario

Mutación Insolente
Un ejercicio de plagio literario

Jaime Sabines: Los Amorosos

1.      El Original

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

2.      Plagio 1: De amorosos a apasionados

Los apasionados callan.
El amor es el silencio más fino,

el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscan,
los apasionados son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los apasionados andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los apasionados
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los apasionados son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los apasionados son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los apasionados se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

3.      Plagio 2: De amorosos a apasionados y del amor a la pasión

Los apasionados callan.
La pasión es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscan,
los apasionados son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los apasionados andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan a la pasión.
Les preocupa la pasión. Los apasionados
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
La pasión es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los apasionados son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los apasionados son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en la pasión como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego de la pasión.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los apasionados se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
la hermosa vida.

4.      Plagio 3: De amorosos a apasionados, del amor a la pasión y al pasado imperfecto

Los apasionados callaban.
La pasión era el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscaban,
los apasionados eran los que abandonaban,
eran los que cambiaban, los que olvidaban.
Su corazón les decía que nunca habrían de encontrar,
no encontraban, buscaban.

Los apasionados andaban como locos
porque estaban solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvaban a la pasión.
Les preocupaba la pasión. Los apasionados
vivían al día, no podían hacer más, no sabían.
Siempre se estaban yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperaban,
no esperaban nada, pero esperaban.
Sabían que nunca habrían de encontrar.
La pasión era la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados eran los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— habrían de estar solos.

Los apasionados eran la hidra del cuento.
Tenían serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchaban
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no podían dormir
porque si se dormían se los comían los gusanos.

En la obscuridad abrían los ojos
y les caía en ellos el espanto.

Encontraban alacranes bajo la sábana
y su cama flotaba como sobre un lago.

Los apasionados eran locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salían de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se reían de las gentes que lo sabían todo,
de las que amaban a perpetuidad, verídicamente,
de las que creían en la pasión como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados jugaban a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Jugaban el largo, el triste juego de la pasión.
Nadie habría de resignarse.
Dicen que nadie habría de resignarse.
Los apasionados se avergonzaban de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermentaba detrás de los ojos,
y ellos caminaban, lloraban hasta la madrugada
entre trenes y gallos se despedían dolorosamente.

Les llegaba a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que dormían con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se ponían a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se iban llorando, llorando
la hermosa vida.

5.      Plagio 4: De amorosos a apasionados, del amor a la pasión y al simple pasado


Los apasionados callaron.
La pasión fue el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los apasionados buscaron,
los apasionados fueron los que abandonaron,
fueron los que cambiaron, los que olvidaron.
Su corazón les dijo que nunca habrían de encontrar,
no encontraron, buscaron.

Los apasionados anduvieron como locos
porque estuvieron solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvaron a la pasión.
Les preocupó la pasión. Los apasionados
vivieron al día, no pudieron hacer más, no supieron.
Siempre se estuvieron yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperaron,
no esperaron nada, pero esperaron.
Supieron que nunca habrían de encontrar.
La pasión fue la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los apasionados fueron los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— habrían de estar solos.

Los apasionados fueron la hidra del cuento.
Tuvieron serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hincharon
también como serpientes para asfixiarlos.
Los apasionados no pudieron dormir
porque si se dormían se los comían los gusanos.

En la obscuridad abrieron los ojos
y les cayó en ellos el espanto.

Encontraron alacranes bajo la sábana
y su cama flotó como sobre un lago.

Los apasionados fueron locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los apasionados salieron de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se rieron de las gentes que lo sabían todo,
de las que amaron a perpetuidad, verídicamente,
de las que creyeron en la pasión como en una lámpara de inagotable aceite.

Los apasionados jugaron a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Jugaron el largo, el triste juego de la pasión.
Nadie habría de resignarse.
Dijeron que nadie habría de resignarse.
Los apasionados se avergonzaron de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermentó detrás de los ojos,
y ellos caminaron, lloraron hasta la madrugada
entre trenes y gallos se despidieron dolorosamente.

Les llegó a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que durmieron con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los apasionados se pusieron a cantar entre labios
una canción no aprendida.
Y se fueron llorando, llorando
la hermosa vida.

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