miércoles, marzo 29, 2006

Una cola del Metrobús

Una muchacha de piel morena, brazos algo velludos, uñas largas, que mueve su cuerpo de vez en cuando como si recordara una melodía de salsa o reguetón. Una señora mayor de cabello canoso y largo, al que aún se le notan los restos de lo que fue un intento de esconder las canas bajo un tinte rojizo; su rostro y sus movimientos muestran el nerviosismo que le produce ejercer el derecho que por su edad tiene, de no hacer cola para abordar el autobús ni pagar el pasaje. Un hombre vestido con el uniforme todavía nuevo de la tienda donde trabaja; en su mano temblorosa lleva facturas de servicio telefónico que mira una y otra vez con expresión de preocupación y rabia. Otro hombre, de ropa desteñida y hombros caídos por el cansancio, escarba en sus bolsillos como buscando una moneda que le falta. Dos niñas en uniforme escolar conversan en voz baja hasta que la emoción les hace reír o hablar agitadas con caras traviesas. Una muchacha de cabello negro largo liso agarrado en cola por un nudo hecho de su propio cabello, coronado por una pinza en forma de mariposa; de vez en cuando voltea como si esperara la llegada de alguien; sus ojos se muestran húmedos como de llanto contenido. Un hombre joven, de rostro marcado por una cicatriz que se dibuja extrañamente sinuosa entre su pómulo izquierdo y la barbilla, aunque dejando indemnes sus labios prominentes; de vez en cuando se queda mirando a lo lejos, ensimismado, para luego de un sobresalto voltear de un lado al otro con nerviosismo. Dos mujeres, una con acento portugués y otra callada y con cara de fastidio, ambas con lunares oscuros y prominentes en sus caras; a la mayor le falta un diente incisivo superior, lo que le hace emitir un silbido ocasional cuando habla; apenas escucho lo que habla, pero algunas palabras parecen referirse a lo que la otra debe hacer frente a una situación. Un muchacho de raza negra, cabello cortado al ras, franela con un orificio de un centímetro de diámetro en su espalda; cuando voltea deja ver unas pestañas muy largas y un bigote corto; lleva un morral negro al frente, aprisionado entre sus brazos como si en él estuviera guardado todo lo que tiene en el mundo. Una adolescente más bien pasadita de peso, visiblemente apenada por ello, según se nota en su mirada esquiva cuando descubre que la veo; saca una y otra vez de su cartera una bolsa plástica transparente que contiene un pequeño frasco de un medicamento de etiqueta morada, emite un suspiro profundo y su mirada se dirige a sus pies, encorvando su espalda como con pesadumbre. Dos muchachos de pantalones azules, jean uno, mono sintético el otro, ambos con franela blanca de cuello azul rey, tal vez un uniforme, portando cada uno una especie de maletín plástico negro rectangular delgado, como los que sirven para llevar afiches o dibujos; conversan sobre un compañero despedido del trabajo y lo que consideraban su llanto exagerado ante la jefa de personal. Una pareja: ella, adolescente de cabello pintado de mechas doradas, de blusa ajustada muy corta y pantalón de talle muy bajo, que dejaban ver su vientre liso y un lunar pequeño en medio de su espalda apenas cubierta por vellos como la piel de un durazno; él, de igual edad y por ende de expresión más infantil, no deja de abrazarla como intentando tapar lo que la blusa y el pantalón dejan al descubierto, y pone cara de pocos amigos ante quienes miran a su chica. Yo, con mi libreta tomando notas y mi maletín negro colgado del cuello, a esta hora haciendo sentir su peso y la inutilidad de cargar muchas de las cosas que llevo dentro. Una chica de cejas gruesas y expresión pensativa, que se comunica con señas de ojos y sonrisas con una compañera de lentes pequeños, ojos pequeños, senos pequeños y vientre prominente, sus muñecas llenas de pulseras de fantasía plástica de tonos azules y negros; ambas echan miradas sobre mi hombro cuando escribo. Un muchacho de piel canela, cara sonriente, cabello largo estilo Rastafari, que se abanica incesantemente, como si su cabellera le acalorara; a veces su sonrisa desaparece y es sustituida por un rostro de entrecejo arrugado y mirada malvada. Una atractiva chica catira de lentes oscuros, primera vez que utiliza esta línea del Metrobús, dudosa de hacer la cola; decide comprar un helado al heladero que se acerca, justo en el momento en que el autobús llega; empieza a comer su helado rápidamente cuando la cola empieza a avanzar para entrar al autobús.

La cola avanza, llena de historias. El conductor recibe una chispa de cada una en las monedas y billetes que recibe para comprar los tiques; nadie, ni siquiera él, nota el minúsculo resplandor que producen las chispas en su mano, y el casi imperceptible temblor que produce la corriente que lleva la información de esas historias a su subconsiente. Él también tiene la suya, que se adivina angustiosa en este momento, pues su cara de enojo es por algo más que conducir en calles de tránsito lento bajo este sol ardiente. El autobús se llena hasta que la separación entre cuerpos desaparece y el pudor debe ser reprimido. Miro a la chica sentada a mi lado y con la mirada le pido excusas por invadir su espacio, empujado por la gente que se agolpa en el pasillo; ella me devuelve una leve sonrisa de comprensión y me le quedo mirando más de lo necesario; ella voltea hacia la ventana para cortar el instante de incomodidad. Una voz masculina, fuerte, protesta algo groseramente por la cantidad de gente que ha entrado en el autobús. Una señora mayor ha venido a sentarse casi a mis pies, mientras otra que le acompaña comenta que parece no haber caballeros en el autobús. La chica a mi lado hace el intento de pararse para cederle el puesto, pero la señora se niega y afirma estar bien donde está. Yo hago como si el comentario no fuera conmigo y sigo escribiendo. Mi historia, que hoy siento pesada y agobiante como una calina, parece querer esconderse tras las de otros, aún en una cola de Metrobús.

Simón Saturno
Caracas, marzo 28, 2006

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