El Cercado, en las afueras del
noreste de Barquisimeto. Me despierta el ruido de las guacharacas correteando
por el techo metálico de la antesala de la casa. Al fondo de ese tiquitiqui
escucho el canto de los gallos, cada uno a su turno, cada vez más lejos hasta
que se invierte el sentido de la seguidilla y uno a uno se van pasando el
testigo hasta llegar al del vecino, algo ronco, tal vez por viejo. Hoy hay
visita en la casa, así que me propongo hacer cachapas con los jojotos comprados
ayer en la feria “Coffe & Vegetales” en Las Trinitarias. La visita aún
duerme. Me dará tiempo.
Pelo los jojotos, los desgrano, y
procedo a moler una primera porción en la licuadora, hasta darme cuenta -casi
enseguida -de que la base del vaso no estaba bien puesta. Me pongo a limpiar la
cocina, el mesón, las paredes, la cafetera, la tabla de picar, la ventana, la
franela, las cejas, los lentes, el paladar y todo lo demás salpicado de agua de
jojoto molido; miro al techo y respiro aliviado. Coloco bien la base del vaso
de la licuadora y continúo la molienda del maíz. Como estoy en casa de mi
hermana, vegetariana enemiga de las “menstruaciones de gallina”, no hay huevos,
así que con cierta aprensión me dispongo a cocinar las cachapas. Añado a la
mezcla algo de avena en hojuelas y harina de maíz para cachapas, con la
esperanza de lograr cohesión.
Cocino las primeras cuatro cachapas
en el viejo budare de superficie irregular producto de años de masas adheridas,
quemadas y despegadas a golpe y porrazo. Trato infructuosamente de despegarlas,
me rindo, espero que se cocinen los trozos adheridos al budare para despegarlos
a juro y con ellos dar desayuno al perro.
Cocino el resto de las cachapas y
y voy poniendo nombre a cada una según la forma en que quede después de
despegadas del budare: Van Gogh sin oreja, elefante manco, orquídea marchita,
pera plana, Volkswagen convertible, cachapa, fogata... La visita, amiga de mi
sobrino, confiesa al servirle la primera, que no las come porque no le
gusta el sabor dulzón del maíz. Mi sobrino se repone de la sorpresa y corre a
preparar un par de arepas con harina de maíz, afrecho, avena y linaza. Mientras
tanto sigo cocinando las cachapas artísticas. Cuando las arepas sonaron a
tamborcito, nos sentamos a desayunar. Al terminar hacemos la rifa a ver quién
no lavará los platos.
Voy a buscar el agua para lavar los platos una vez aceptada la idea de que no tengo suerte en las rifas. En el borde de calle de cada casa de El Cercado hay uno o dos tanques plásticos azules de 600 litros, en el que el camión de agua descarga su ración semanal de 500: nunca más porque “no alcanzaría para todos”, dice el operador de la manguera. El camión no tiene una manguera larga como para llegar al tanque elevado de las casas, ni tiene tiempo de meterse en el terreno de cada una para acercársele, porque debe hacer varios viajes cada día para que la representante del Consejo Comunal le firme y selle la certificación de haber prestado el servicio a la comunidad. El agua es clara, inodora y aparentemente potable. Cuando la superficie se calma aparece una capa de lo que según mi hermana es carbonato cálcico proveniente de los pozos de donde se saca el agua suministrada al sector: “Tapa las tuberías: las de la casa y las de la sangre, y se gasta más para quitar el jabón de los platos y de la piel, pero al menos tenemos agua”, dice mi hermana.
Lavo los platos y al secarme las manos observo la piel brillante y arrugada de mis dedos, producto del uso del detergente lavaplatos, el multiuso que se consigue en envase de un galón. Enciendo el celular para escribirle a una amiga peleona que se niega a hacer colas en Caracas para comprar papel sanitario. Por cierto, recuerdo, nos queda sólo el rollo que está en uso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario