domingo, abril 17, 2005

Paseo en autobús

Me dieron las cinco de la tarde frente a la computadora. No había previsto sentarme a contestar correos, pero no pude evitarlo. Cuando me paré no había escrito todo lo que quería, pero aún tenía que darme un baño antes de salir, lo que significaba que se me haría tarde para llegar a la hora de inicio de la clase en la Universidad. Mis alumnos tendrían que esperar, a lo que ya estaban acostumbrados. Un baño de policía, una afeitada superficial, fijador para la cola, una franela, un pantalón y el resto de la ropa, no en ese orden, y a llamar un taxi. Imposible: parece ser que a las cinco y media los taxistas ya han ganado lo suficiente como para abandonar las estaciones e irse a sus casas… y yo sin carro. La chica de voz sexy de la estación de taxis me dice mi amor no hay pero llámame dentro de cinco minutos. Su voz acaramelada y susurrante convierte esa frase en una invitación a otra cosa que no es contratar un taxi. Decido bajar a la calle y tomar uno de los que a esa hora traen gente de sus trabajos a esta alejada urbanización. Pero no tengo suerte. No me queda otra que tomar un autobús. Bajaré en Prados del Este y ahí tomaré un taxi.
El autobús que tomo parece pertenecer a un antiguo buhonero. Del borde superior del parabrisas cuelgan toallas pequeñas de colores fuertes, con personajes de tiras cómicas: Micky Mouse, una Chica Superpoderosa, el gato Garfield, Hello Kity, Mini Mouse, un personaje de Plaza Sésamo; sobre el borde de la ventana izquierda del conductor, en dos filas, una colección que imagino completa pero que seguramente no lo será, de tarjetas con los Pokemones; en el borde de la ventana contigua se ve que el conductor ha empezado a acumular una colección de tarjetas telefónicas, sostenidas por la goma del borde de la ventana. La música de salsa llena el ambiente. Difícilmente el conductor podrá escuchar si se le pide que se detenga en una parada. Este autobús de las cinco y media parece ser el que lleva de regreso a los trabajadores domésticos: mujeres de todas las edades, humildes (característica común de la gente de bajos ingresos); uno que otro obrero o jardinero, más humilde todavía. El autobús se va llenando. Dentro de poco iniciaré mi conflicto personal entre el caballero tradicional que cede la silla a una dama, sin importar su condición social o grado de humildad, y el feminista que trata de igual manera a hombres y mujeres y por lo tanto se queda sentado, a menos que la dama sea una viejita o venga cargada de un lactante.
Entra una chica, de unos diecisiete años, voluptuosa, anchas caderas, busto abundante pero no excesivo; camina como comiéndose al mundo con su top corto y su pantalón de talle muy bajo que deja ver su vientre suave, apenas cubierto por una delgada capa adiposa que sobresale ligeramente; su cabello largo, ondulado, cae sobre sus hombros en una cascada azabache brillante; sus labios carnosos son toda una provocación. Ya no hay asientos libres y queda poco espacio en los pasillos. Avanza en el pasillo hasta quedar justo a mi lado. Siento la intención de levantarme para cederle el puesto. No es ni viejita ni mujer con lactante, pero está como le da la gana. Mi movimiento para levantarme es paralizado por su amenazante ombligo, que parecía vigilar de cerca cada uno de mis movimientos. Con el rabo del ojo derecho puedo ver cómo se alejaba y acercaba con cada vaivén del autobús. A veces aquel ombligo de circularidad casi perfecta parecía querer besarme una ceja; otras veces, morderme una oreja. Mi ojo derecho empezó a entrecerrarse previendo el contacto súbito con aquel lugar geométrico de puntos equidistantes de un punto central. Una nueva parada, más trabajadores domésticos y el ombligo que se acerca.
El talle del pantalón no sólo era muy bajo, sino que con cada oscilación parecía descender algunas décimas de milímetro… ¿o era acaso mi imaginación enfebrecida por aquel ombligo? De pronto creí percibir con mi desorbitado ojo derecho un delgado remedo capilar de sortija que se asomaba tímidamente por el borde del pantalón. Una gota de sudor se formó en mi sien y el ombligo estuvo a punto de beberla. Me pareció sentir el perfume de lo que creo era el desodorante íntimo de la chica. Era un olor dulzón, como de durazno, madera, naranja amarga y jabón azul. La gota corrió por mi mejilla y fue a parar en la solapa de mi saco, formando un óvalo gris en la tela. Al otro lado del pasillo pude ver, durante el movimiento lateral del autobús al dar una curva pronunciada, mientras una mujer al lado de la chica anunciaba una nueva sesión de estripamiento, a un pasajero sentado, pelo canoso, tez y manos arrugadas que dejaban ver unos setenta años de trabajos físicos, angustiado de ver el nivel que a esas alturas del viaje alcanzaba el talle del pantalón de la chica, pero visto por detrás. Sus ojos mostraban el enrojecimiento producto del cansancio del día y del espectáculo de la chica, al que sólo podía imaginar, desde mi punto de vista. Los delgados remedos capilares de sortijas se hacían evidentes: dos, tres, cuatro. No eran fruto de mi imaginación.
Ya llegábamos a la estación de taxis de Prados del Este. Sería inútil gritar que me dejara en la siguiente parada, así que me levanté para tocar el timbre de aviso de parada. Mi hombro rozó el top de la chica. Desde mi ubicación no podía ver si se encendía alguna luz, y menos oír algún sonido que avisara al conductor de mi deseo de bajar. El autobús siguió sin parar, pero pude ver que tampoco había taxis en la estación, así que decidí bajar en la siguiente parada y esperar un taxi en la calle. La siguiente curva era hacia la derecha. Los pasajeros parados se inclinarían hacia la izquierda. El ombligo se acercaría a mi cara. El aroma dulzón entraría de nuevo en mis pulmones. El pantalón de talle bajo y los vellos ensortijados rozarían la piel de mi cara. La chica se inclinó para oprimir el timbre de parada y su vientre rozó mi cabeza. Fue un instante muy breve, pero suficiente para dejar una impresión que duró hasta después de terminada la clase. Llegué casi cuarenta y cinco minutos tarde. Los alumnos esperaban ansiosos los resultados del examen del lunes anterior. Estuve algo disperso en la clase, inseguro, como si no tuviera certeza de lo que decía. Cuando quise arreglar un cabello que se me vino a la cara, mi mano agitó una pizca remanente de aquel aroma dulzón… durazno, madera, naranja amarga y jabón azul, y di por terminada la clase.

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