martes, marzo 28, 2006

La comida más sabrosa

El que una comida sepa sabroso depende tanto de los ingredientes y de la preparación como del momento y lugar en donde se come y el estado emocional de quien la come. El mejor de los cocineros, luego de preparar un manjar con los más frescos y finos ingredientes, puede enfrentarse a que sus comensales le dejen la comida en el plato porque en el piso de arriba decidieron abrir huecos en la pared con un taladro que recuerda al dentista arreglando caries, o porque el dueño del restaurante decidió exponer fotografías de Spencer Tunick, o porque los clientes vienen de calarse una cadena interminable por radio y TV y hasta por los celulares, porque los diputados de la Asamblea pensaron que sería un buen regalo para el cumpleaños del líder promulgar una ley para poder hacer cadena también en los celulares… y eso, no hay estómago que lo aguante, ni que se lo adornen con langosta o pâté truffé.

Por eso las Lunas de Miel son indeseables para quienes gustan de la buena comida, o mejor dicho, quienes gustan de la buena comida y pasaron por una Luna de Miel, lo lamentarán mientras vivan con quien compartió con ellos esos días en que el mundo estuvo invadido por una niebla rosada, un sonido de campanas, un aroma de jazmín y caminos de nubes. Tal vez fue eso -alguna advertencia de ultratumba de mi padre- lo que me llevó a que mi Luna de Miel transcurriera en un hotel barato de la Colonia Tovar en el que la comida era bastante normalita, más bien tirando hacia lo mediocre, lo cual salvó mi vida gastronómica posterior de tener por siempre la referencia imbatible de esos días, como ocurre con quienes durante su experiencia neomarital deciden ir a los mejores restaurantes. Mis referencias invencibles se limitan a otros aspectos de la vida: Ya tú no eres tan espontáneo como al principio, me dice; me acuerdo que a cada rato me regalabas una flor. Claro, en la Colonia Tovar uno encuentra flores por doquier y yo las arrancaba y se las daba porque me gustaba como se reía con tantas flores silvestres en sus manos. Pero en Caracas hay que estar mosca para encontrar flores en el trayecto de la avenida Francisco de Miranda a La Trinidad o desde Los Cortijos hasta la esquina de Pajaritos. Si acaso encuentra uno unas matas de árnica con sus flores amarillas que se marchitan en un santiamén, o un lirio de flores rojas bellísimas en el jardín de un edificio con un guachimán al lado, a lo mejor no tan man pero sí bastante guachi guachi, así que no queda otra que ir a la venta de flores y sí, yo sé que le gustan, pero en el fondo sigue pensando que ya no soy tan espontáneo. En la Colonia, en los días del sonido de campanas, se encontraban pastelitos y galleticas por todos lados, y yo los compraba y se los daba en la boca porque me excitaba la manera en que me mojaba los dedos con sus labios, y nada de pensar en calorías y carbohidratos. Hoy, ya no tan joven como entonces, ni tan deportista, cualquier pastelito, además de que nunca es tan bueno como los de aquellos días, es un atentado contra su figura y una muestra de que lo que quieres es engordarme para después andar viendo rabos por ahí y cinturas delgaditas porque tu esposa parece una vaca, además de que la espontaneidad desaparece en el camino de la pastelería a la casa.

Pero me estoy saliendo del tema: el efecto de los factores distintos de la habilidad culinaria del chef y la calidad de los ingredientes. A propósito de éstos, me viene el recuerdo de mis cruzadas contra la harina de maíz precocida y la margarina. Contra la primera, por allá en los años sesenta, hice sentir ante mi madre mi formal protesta, por sustituir la masa hecha en casa, de maíz pilado cocido y molido en casa, por aquella harina precocida sin sabor ni textura, inventada con la excusa de rescatar el consumo de arepa venido a menos. Mi protesta fue debidamente ignorada, porque evitar el cocido y la molienda del maíz ahorraba una gran cantidad de trabajo. Volví a hacer sentir mi protesta cuando en lugar de comprar la masa de maíz pilado para hacer las hallacas en diciembre, mi madre decidió hacerla en casa con aquella harina, pero el resultado de mi protesta fue el mismo: total indiferencia. Mi cruzada contra la margarina, por allá por los setenta, duró sólo un día. Me puse de acuerdo con ocho amigos y nos fuimos a las areperas; hacíamos como si fuéramos a pedir una buena cantidad de arepas rellenas, con comentarios como yo me voy a comer por lo menos tres, pero entonces yo soltaba un ¡Alto! bien audible, ante el cual se detenía la preparación de las arepas, y yo preguntaba ¿Eso es mantequilla o margarina? ¡Margarina! contestaban enseguida porque en aquella época se había regado la especie de que la margarina era más sana, y todos nosotros al unísono gritábamos un ¿Qué! que hacía pelar los ojos y enmudecer a los empleados de la arepera, luego de lo cual salíamos del local sin comprar ni pagar nada, comentando casi a gritos que ya las arepas no eran lo mismo con esa grasa insípida. El espectáculo lo representamos en cinco areperas -en Colinas, Chaguaramos, La Castellana, la Andrés Bello y Quebrada Honda- y cuando fuimos a la sexta mis amigos se sentían muertos de hambre, se negaron a repetirlo y se comieron sus buenas arepas, hasta tres cada uno, untadas de margarina, y me hicieron pagar porque aquella cruzada era invento mío. Más nunca.

Una vez más me fui por las ramas como si Alois me trasformara en un Tarzán de las ideas. Recuerdo la época del cortejo a la que sería después mi segunda esposa. Nunca he vuelto a encontrar, ni siquiera en la misma pastelería, aquel pastel apenas dulce con forma híbrida entre caracol y cuerno, de láminas de hojaldre que yo deshojaba con los dedos y metía en la boca de mi amada hasta que no había más remedio que irnos a la cama. Ni el dulce árabe caliente y mórbido que una vez, una sola vez comimos en el Soledad. Tal vez ha seguido en el menú, pero ninguna de las descripciones de los postres encaja con las sensaciones que aquella única vez nos produjo y que seguimos recordando con nostalgia.

Y es que pareciera que la pasión amorosa es como el glutamato monosódico pero sin sus efectos secundarios -cancerígeno cuando se consume en un mes una cantidad superior al peso de la persona, según revelan los estudios con ratas y gusanos de palma- pues resalta hasta lo inigualable el sabor de las comidas, sobre todo si son consumidas en primera vez: primera vez que se come o primera vez que se come en un sitio. De ahí en adelante no habrá cachapa como las de La Unión o sushi como el de la taguarita de La carlota, ni comida china como la del restaurante que llamábamos Kuan We porque nunca pude recordar su nombre, o Martinis como los del Paseo o pescado frito como el de La Restinga.

Total, que entre lunas de miel -porque si se te ocurre la genial idea de casarte más de una vez tendrás varias, y en esto se parecen las lunas de miel a las suegras, pues las esposas pasan pero ellas se acumulan- entre lunas de miel, decía, y primeras veces, el menú de platos que podrán impactarte se va reduciendo por desaparición de los normales, los típicos y los internacionales, y no hay más alternativa que acudir a las exquisiteces -que si buñuelos de plátano rellenos de crocante de pargo con lluvia de ajonjolí tostado y salsa balsámica, o salteado de atún con tiritas de jalapeño en chip de plátano verde- lo cual te conduce a restaurantes caros y a grandes desilusiones porque el pastel tostado de maíz embutido de briznas de carne con coulí crudo de aguacate y tomate verde no era sino una simple arepa de carne mechada con guasacaca.

Y Alois pareciera ser impotente ante esos recuerdos gastronómicos de referencia, porque se me puede olvidar si me acabo de lavar los dientes porque no sé si el sabor que tengo en la boca es menta de crema dental o es huevos con tocineta del desayuno que acabo de comer, pero jamás olvidaré las empanadas de cazón que me comí contigo mi amor en el mercado de Conejeros de Porlamar al lado de todos esos frascos de frutas picadas. Y entonces pienso que lo mejor ante la ruina económica que promete la búsqueda de exquisiteces, es vivir cada momento como si fuera la primera vez, y con cada pareja como si fuera Luna de Miel, sin recordar momentos pasados… Quién sabe, a lo mejor al final de mis días pueda, aunque sea acompañado únicamente por Alois, volver a saborear una cachapa como nunca la he comido.

Simón Saturno.
Caracas, marzo 28, 2006

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