martes, marzo 14, 2006

Mi dulce venganza

La observación de mí mismo se ha venido convirtiendo en una obsesión perturbadora. Al principio me pareció fascinante y divertida… claro, tenía apenas unas horas de nacido y aquellas dos masas carnosas con cinco gusanitos cada una que se movían frente a mi cara y que la rasguñaban, excepto cuando se aparecían disfrazadas con cubiertas de lana, me parecían divertidas y emocionantes. Dejaron de serlo cuando entendí que eran mis manos y que los gusanitos eran mis dedos y que podía moverlos a mi antojo, aunque seguían siendo emocionantes porque igual podían rasguñarme si me descuidaba y si mamá no me cortaba las uñas regularmente.

Cuando descubrí el poder de mi llanto, basado sobre todo en que mis padres reaccionaban como principiantes, como si mi hermano mayor no hubiera dado quehacer unos meses atrás, me sorprendía yo mismo al observarme llorando a moco tendido por el solo motivo de sentirme fastidiado porque ya estaba harto de chupar los dedos de mis pies o porque no podía quitarme los escarpines. Bueno, la verdad es que el llanto nocturno fue cosa de todos y cada uno de los días durante mi primer año de vida, lo cual les hacía dudar de si la salud que dejaban ver mis rollizos brazos y piernas era sólida y si tenía alguna grieta en algún lado. En su búsqueda de las causas de mi llanto desenfrenado, mamá me fue quitando uno a uno el gorro de lana, los guantecitos, los escarpines, el chalequito, el mono y me dejó con una simple franelita de algodón o desnudo. Yo reía con la eliminación de cada una de las piezas de vestimenta y la liberación hacía disminuir la intensidad de mi llanto; algo dentro de la cabeza de mamá le decía que aquella indumentaria era apropiada para los inviernos de la madre patria pero no para Maracaibo. La desnudez me permitió no sólo posar para el fotógrafo aficionado que era papá, sino divertirme por un tiempo contemplando mi cuerpo, además de que resultaba todo un alivio en el calor sofocante de las tardes de aquella ciudad, pues pocas veces podía disfrutar de la brisa, metido como me tenían casi siempre en mi moisés o en la cuna. El observarme llorando producía una paralización repentina de mi llanto. Al principio mi abuela y mamá estuvieron extrañadas por esas interrupciones súbitas de mis llantos, a veces seguidas de carcajadas al descubrirme en tales faenas manipuladoras, pero cuando la autoobservación empezó a adelantarse a mi intención y me impidió llorar por pendejadas, se contentaron de tener un bebé tan tranquilo… ¡Claro, la procesión iba por dentro!

Hoy en día, luego de todos estos años de observación, la cosa me está cansando. Con el paso del tiempo se ha venido concretando una disociación entre el que observa y el observado. La diferenciación es nítida, palpable, como si un ser invisible estuviera pegado a mi espalda. Prácticamente no hay acto de mi vida donde ese alguien que observa no esté pendiente, instalados sus ojos en la parte trasera de mi cráneo como si fuera un conductor de esos autos de pique largos de ruedas delanteras delgadas que tienen el motor justo delante del puesto del chofer, anotando cuándo me las echo, cuándo me hago la víctima, cuándo me pongo testarudo, si me deprimo, si me enojo, si me alegro, si lloro, si río, si no entiendo y hago como que sí, si coqueteo, si le doy muy rápido o si voy lento, si estoy estresado o tranquilo, si me duele la cabeza o el riñón o las articulaciones, si no me duele nada, si escribo, si no escribo, si tengo calor o frío o nada de eso, si siento o no siento o me siento, si me emociono o no, si soy indiferente o diferente. Total que de tanto observarme o que me observe el conductor si es que es otro, lo que siento es que la espontaneidad se fue pa’l carrizo y ya no puedo ni sudar sin preguntarme si lo hago porque mi cuerpo está utilizando un mecanismo para refrescarse o si me bajó la tensión o es nerviosismo y por qué estoy nervioso o hipotenso, en lugar de dejar que el cuerpo eche agua y sales pa’ afuera y ya; y ya no puedo mirar a una mujer de formas voluptuosas y pantalón apretado que pasa por mi lado sin preguntarme si soy fiel o soy polígamo por naturaleza o por convicción religiosa o por decisión, si tengo disfunción eréctil o ya no es suficiente un buen rabo y unos muslotes y un caminar cadencioso para excitar mi imaginación etcétera; y ni siquiera solazarme con el jabillo inmenso que da sombra en la esquina de la casa sin que venga a mi mente la pregunta de si lo estoy viendo porque refunfuño contra los urbanistas que lo plantaron ahí sin pensar que cuando estuviera en su mayor esplendor habría que tumbarlo, porque las aceras ya no sirven para transitar; o si me trae recuerdos de una vida anterior en la que fui un indio Warao que hacía casabe y por lo tanto era una india Warao que hacía casabe a la sombra de los árboles, y de ahí arranco a verme por dentro para medir hasta qué punto me interesan los Warao o los Yanomami o los Goajiros, o si sólo los considero parte del paisaje selvático y si tienen más derechos o algún derecho en esta revolución, como no sea el de permanecer impolutos en su monte sin ni siquiera una misión alfabetizadora o barrioadentrizadora, que por esos lares deben llamarse Selva Adentro o Monte Adentro.

Y me pregunto si en algún momento de mi vida, en las postrimerías de este siglo, transhumanizado a punta de prótesis y trasplantes e implantes e inyecciones, habré aprendido a actuar sin plan, sin prejuicio, sin temor, con total indiferencia digo yo, porque lo que pone a funcionar al observador interno como que es la ignorancia de por qué hago las cosas, y lo que le estimula la manía escrutadora es la curiosidad de saber por qué las hago. Sí, de aquí a allá el observador ni se ocupará del observado porque ya me conocerá al pelo y… ¡Claro! ¡Es eso! ¡Conocerme a mí mismo pone a dormir al observador! ¡Vaya, descubrí el agua tibia!: lo que no pudieron hacer todos los libros, o mejor dicho, todas las carátulas y contraportadas de libros de autoayuda que leí buscando uno que no dijera que el objetivo final es conocerse uno mismo, lo hizo el fastidio de observarme, que no es otra cosa sino la mejor manera de lograr ese conocimiento porque libros sobre mí mismo no debe haber muchos.

¡Ajá! ¿Y ahora qué hago? Descubrí al observador, su intención, su motivo, la forma de inmovilizarlo. ¡Ja ja! ¡Ahora puedo dedicarme a observar al que me observa! Observaré que me observa observar y seguramente se fastidiará de ser observado. ¡Será mi dulce venganza luego de todos estos años! ¿O empezaré a preguntarme si en lugar de dos somos tres: el que hace, el que observa al que hace y el que observa al que observa al que hace?

Simón
Marzo 14, 2006

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